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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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TRÁFICO Y RAMADÁN

Cuando comenzó el ramadán, a finales de agosto, Beirut se calmó: al revés de lo que ocurrió en años anteriores. Quizá se debe a que este verano llegaron el millón y pico de turistas que se esperaban en 2006, cuando quien vino fue el Ejército israelí. Regresados a sus palacios nativos los visitantes -la mayoría, ricachones del Golfo, que aquí se zambulleron en todo tipo de orgías de todo tipo de consumos-, el tráfico, que se había vuelto insoportable, se esmirrió considerablemente, para nuestro alivio. Y al contrario que en años precedentes, en que estos días de ayuno y festejos se vivieron como actos reivindicativos por parte de las comunidades musulmanas, ahora la gente sólo quiere disfrutar con los suyos. Digo, porque el ramadán aún tiene semanas por delante, y por aquí nunca hay que decir nunca jamás.

De día, la ausencia de coches certifica la mayoría musulmana en Beirut"

Mi amigo Michel, cristiano ortodoxo, sostiene que la ausencia de tráfico diurno certifica la abrumadora mayoría musulmana.

Pero yo no quería hablarles de diferencias, sino de tráfico. Resulta que los munícipes beirutíes, sean quienes sean y estén donde estén, ansiosos por ofrecer al turismo de alto nivel una imagen urbana impecable y moderna, incurrieron en un caso de semaforismo agudo y, en los días previos al estío, Beirut sufrió un erizamiento de señales luminosas de diseño -no podía ser de otra manera- último modelo. Cierto es que el verano ha resultado sofocante y espléndido. Festivales de gran clase se simultanearon en Biblos, Beittedine y Baalbek. Actuaciones de rock, conciertos de música clásica, aconteceres en piscinas, el corcho de las botellas de champán estallando sobre las cabezas de los clientes del Skybar, que sostenían sus copas como sardinas enlatadas erguidas frente al mar…

Algunos estábamos ya un poco hartos de tanto jolgorio, y nos preguntábamos si este ir y venir de la tumba al desenfreno, y vuelta de nuevo, no encontrará en algún momento un término medio. Aunque, ¿quién quiere eso aquí?

Y la paz del ramadán nos sorprendió. Durante muchas horas al día -las peores, las de calor, las de la gente yendo a casa a mediodía, las de hacer gestiones de un barrio extremo a otro de la ciudad-, los coches desaparecen de las calles casi por completo. Yo no entiendo de marcas, pero les juro que este verano he visto más lujo automovilístico que nunca, y ésta es una villa que tiene a gala no mover un músculo del rostro cuando ve una procesión de Porsches. Coincidir en un atasco con un Rolls-Royce no es un sueño incumplible. Lo que sí resulta irrealizable es que la policía -para reforzar los semáforos repartió por la ciudad a una tropa de inútiles con chaleco verde fosforito-, muchas veces entretenida en hurgarse la nariz con el dedo enguantado, multe al conductor del Rolls por no llevar el cinturón de seguridad puesto. En cambio, el taxista al que en un año le han puesto el litro de gasolina siete dólares más caro, ése no debe esperar piedad.

Entre cochazos de propiedad, cochazos alquilados y taxis, más algún que otro autobús humeante, no había quien se moviera. Sin embargo, con el ramadán, ellas están todo el día en casa preparando el iftar, y ellos, como desvanecidos por el ayuno y la sed y las ganas de fumar, a saber dónde se encuentran. En las calles, no.

Uno de los narguileros a quienes frecuento, un muchacho joven y guaperas, parpadeó al entregarme la pipa, coqueto:

-¿Le importa a usted probarla? -parpadeó más-. Yo no puedo, por respeto al ramadán, ¿sabe?

Pura coquetería. Encontré a otro chaval al que conozco escondido detrás de una cocina, fumando un cigarrillo. Éste hizo otra seña con los ojos: "A ver", parecía decir.

Por la noche, la Corniche se llena de familias que se sientan con sus hijos en los bancos de las aceras, o que inundan el modesto Luna Park de Manara y se suben a la noria. Llegan con sillas, con pipas de agua, con los juguetes de los críos, con biberones, pañales, con la abuela, la cuñada… Los adolescentes están en los grandes cafés de múltiples terrazas abiertas al Mediterráneo, apurando las horas de molicie antes de volver al ritual del control de los apetitos del cuerpo.

Por la noche regresa el mar de coches, pero nunca como en las últimas semanas. Ahora son los coches nuestros.

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