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La inmunidad como garantía

En pocos días el Congreso y el Senado iniciarán la tramitación de sendos suplicatorios solicitados por el Tribunal Supremo para procesar a dos parlamentarios. La fundamentación jurídica a esta petición está en la Constitución. El art. 71.2 establece que "durante el periodo de su mandato los diputados y senadores gozarán (...) de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva". Esa autorización es el suplicatorio.

Hay quienes piensan que la existencia de esta institución es muy discutible en un Estado de derecho. Que puede ser un anacronismo. Pero lo cierto es que la legitimidad de la inmunidad sigue teniendo sentido y no puede entenderse nunca como un privilegio personal. Ni como un beneficio particular de un parlamentario para impedir que sus conductas sean fiscalizadas por jueces y tribunales. Al contrario, la inmunidad sólo tiene sentido democrático en nuestro sistema en atención a las funciones parlamentarias que quiere preservar y a los valores y funciones constitucionales en juego. De ahí que la amenaza frente a la que protege la inmunidad sea política, nunca personal. Consiste en impedir que la vía penal se use con intencionalidad política para perturbar el funcionamiento de las Cámaras o alterar la composición que les dio la voluntad popular. Estamos pues ante una garantía objetiva del funcionamiento democrático del Parlamento.

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Así, en la tramitación del suplicatorio, las Cámaras no asumen el papel de un tribunal que juzgue la culpabilidad o inocencia de un parlamentario. Ni determinan la improcedencia de las acciones penales contra parlamentarios. Deben limitarse a evaluar si la motivación de los jueces es política o jurídico-penal, con la única finalidad de evitar que se produzcan detenciones o procesamientos por motivos políticos. Y sólo en el primero de los casos, se justificaría la denegación del suplicatorio.

La inmunidad conlleva otra garantía: el aforamiento. Esto es, que "en las causas contra diputados y senadores será competente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo". Es también la propia Constitución la que lo determina. Dos son los argumentos que lo legitiman. Primero: se entiende que los parlamentarios, no por ser quienes son sino en atención a la institución a la que representan, gozan de especial protección. Una protección que justifica que sea el órgano superior de todos los órdenes jurisdiccionales el que conozca sobre sus causas. De no ser así, bastaría cualquier incriminación judicial, de cualquier instancia, para pedir un suplicatorio, lo que aumentaría el riesgo que la Constitución quiere evitar cuando prevé la garantía de la inmunidad; que por motivos políticos, se pueda alterar la voluntad popular. En segundo lugar, porque esa especial protección impide que exista una pluralidad de posiciones distintas en la jurisdicción ordinaria y la consiguiente dispersión de jurisprudencia sobre supuestos parecidos. En definitiva, el aforamiento garantiza la unidad de criterio y la máxima especialidad jurisdiccional.

Ambas instituciones son mejorables y susceptibles de reflexión sobre su articulación. Sin duda. Pero nadie puede dudar de su legitimidad y oportunidad tanto constitucional como democrática.

Francesc Vallès es presidente de la Comisión del Estatuto del Diputado del Congreso.

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