Historia de un chiringuito
El primer arrendatario del chiringuito fue su padre. A mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando los turistas británicos y alemanes empezaban a sucumbir al dudoso placer de achicharrarse por las mañanas, para consagrar sus noches al aún más dudoso entretenimiento de arrancarse mutuamente tiras de piel quemada de la espalda, aquella playa pequeña, insignificante, batida sin cesar por el Levante y por el Poniente, ya quedó al margen de la invasión. Tan ricamente, pensó su dueño, que nunca llegó a echar de menos el frenesí de otros chiringuitos, esos que se quedaban sin cerveza, y sin pan, y sin sardinas, a mediados de agosto. El suyo no daba mucho, tampoco trabajo. Tan ricamente, repetía, total, para el crío y para mí
"A él le gustaba el orden de aquel caos: señoras con sus nietos, parejas nudistas era Cádiz"
Tenía su clientela, sin embargo. Gente interesante, como la que iba a la playa a andar y a nadar, nada de tirarse sobre una toalla para rebozarse de arena. Mariscadores, y pescadores de los de verdad, no de esos que estrenan caña cada verano para hartarse de pescar algas. Familias de La Línea también, y de Algeciras, los únicos que conocían aquella playa que ni siquiera venía en los mapas. Pero, sobre todo, el chiringuito, tan cerca de Gibraltar que se podía llegar a la roca nadando, vivía entonces del contrabando. Territorio neutral, como una Suiza diminuta con chambao de cañizo, en su barra alternaban los contrabandistas con los guardias civiles, cuando no coincidían apaciblemente los unos con los otros. Su padre les servía a todos y no hablaba con ninguno. Guardaba tan bien los secretos, que nunca perdió un cliente, ni de un bando ni del otro.
Luego, a finales ya de los setenta, cuando él era un adulto que atendía la barra, llegaron los hippies y, según su padre, todo se empezó a fastidiar. Porque eran hippies tardíos y pobretones, cargados de niños que sólo se acercaban a la barra a pedir vasos de agua, aunque sus madres, eso sí, tomaban el sol desnudas, y a algunas daba gloria verlas aunque no consumieran. Y sin embargo, mira por donde, justo cuando volvió a abrirse la verja y parecía que el negocio iba a echarse a perder, fueron los nudistas quienes le salvaron. Hombres y mujeres en cueros, menos guapos que feos, menos jóvenes que viejos, pero casi siempre con dinero, abarrotaban las mesas de junio a octubre, ante la impasibilidad forzosa de los guardias, que no podían obligarles a vestirse porque aquella playa era oficialmente nudista.
Hasta ahí, su padre aguantó bien, pero con el windsurf... Con eso ya no pudo. Me jubilo, le dijo, todo para ti, y a él le pareció bien, porque había crecido en la confusión, aquel barullo de gente vestida y desnuda, rica y pobre, deportista y perezosa, delincuentes y servidores de la ley, juntos y además revueltos. A él le gustaba el orden de aquel caos donde tríos de señoras gordas se daban un paseíto con sus nietos de la mano entre parejas de nudistas, no siempre de distinto género, que se besaban en la boca sin fijarse en que, a dos pasos, un chaval con traje de neopreno armaba una vela, junto a una pandilla de alemanes que excavaban en la arena para untarse de un barro verdoso, buenísimo para la piel, decían ellos, y secarse al sol. Esto ya no hay quien lo entienda, opinaba su padre, y era verdad. Él tampoco lo entendía, pero le gustaba. Al fin y al cabo, había nacido allí. Y aquello era Cádiz. Quien no lo conozca, pensaba, ni siquiera se lo puede imaginar.
Eso es tan cierto que esta misma noche, cuando estaba a punto de cerrar, ha visto algo que no había visto en los 50 años que lleva detrás de la misma barra. Eran más de las tres y media de la mañana, y ya se habían ido todos, los nudistas ricos, los hippies pobres, los andarines, los pescadores, los windsurfistas, los parapentistas, los veraneantes y los locales. En la oscuridad cerrada de la luna nueva no se veía ni el horizonte, pero en el patio trasero, iluminado por los focos del local, sólo quedaba una moto y era la suya. Entonces, le pareció oír algo, luego pisadas, y un ruido extraño, como de plástico que se arrastra. Apagó las luces igual, cerró la caja con llave, aseguró las mamparas de plástico que protegían de los vientos la zona de las mesas, y por fin le vio.
Era un buzo. Con su escafandra, y su traje de neopreno, y su bombona a la espalda, un buzo igual que los que veía todos los días, un buzo que arrastraba un saco enorme, de plástico negro, cerrado con una soga. Un buzo, sí. ¿Un buzo?, se preguntó, ¿a las cuatro de la mañana, sacando un bulto del Atlántico ? Al llegar a su altura, el buzo se detuvo, se le quedó mirando, pensando, y él se arriesgó. Buenas noches, le dijo, y cuando le respondió, buenas noches, le reconoció por la voz.
-Ponme una cerveza, compadre, que estoy agotado
Se tomaron varias, y le invitó a todas. Porque cuando el buzo le contó que en el saco no llevaba hachís, ni cocaína, sino dos mil paquetes de Winston de Gibraltar, entendió el significado de la palabra 'crisis', y sólo pudo alabar sinceramente la consistencia de los genitales de uno de sus vecinos que llevaba más tiempo parado.
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