Muchos mentirososy unos pocos auténticos
El otro día vi un episodio de House en el que el enfermo, aquejado de una de esas pintorescas y rarísimas dolencias típicas de la serie, padecía una incapacidad absoluta para mentir. Lo cual acababa con su largo y hasta entonces feliz matrimonio, arruinaba la relación con su hijita y le convertía en un apestado social. La trama era muy exagerada, como siempre en House, pero no cabe duda de que la convivencia social necesita, para funcionar correctamente, cierta cantidad de mentirijillas. No le comentamos a la vecina, cuando nos la cruzamos por la escalera, que últimamente se ha puesto como una foca, y desde luego no solemos decirle al jefe que la idea que acaba de presentar tan engoladamente nos parece una completa necedad. Digamos que hay un cúmulo de mentiras cotidianas que son un mero producto de la buena educación y de la prudencia, y que, a no dudar, nos facilitan bastante la vida.
"Hay algo deslumbrante en esta gente tan auténtica como Maitena, y también un poco incómodo"
Pero no era de esas mentiras prácticas de lo que quería hablar, sino de las falsedades inconscientes. O aún mejor: de la autenticidad, que es el mismo tema, sólo que visto desde el otro lado. Todos, o casi todos, practicamos cierto grado de impostura. Unos más y otros menos, desde luego. Algunos hipócritas se han creado conscientemente un personaje público tan falso que cuando se les escapa una verdad se ruborizan. Otros son unos mitómanos empedernidos que se inventan a sí mismos cada día, con el agravante, o quizá el atenuante, de acabar creyendo sus propias mentiras. Pero la mayoría no llegamos a estos extremos, sino que nos movemos en una franja más o menos amplia de falsedades sociales y lugares comunes. ¿Cuántas veces decimos frases rutinarias o nos comportamos de determinada manera simplemente porque es lo que se espera de nosotros? ¿En cuántas ocasiones, después de hacer o decir algo, nos sentimos un poco incómodos, incluso abochornados, por haber actuado de una manera vacía, insulsa y automática? La directora de cine Pilar Miró decía que los hombres eran unas raras criaturas capaces de pensar una cosa, sentir otra, desear algo distinto, decir otra cosa y hacer algo diferente a todo lo anterior. Ella adjudicaba este comportamiento quíntuplemente contradictorio a los varones, pero yo creo que también las mujeres participamos de ello, aunque quizá en una versión ligeramente moderada: es posible que, por lo general, nosotras no tengamos una disociación tan grande entre la emoción y la razón.
En cualquier caso, estamos atrapados por las rutinas mentales y las convenciones. Parece mentira hasta qué punto nos puede tiranizar algo tan tonto como la costumbre social o el qué dirán. De hecho, hay tipos tan habituados a decir sólo lo que los demás esperan de ellos que ya no tienen ni idea de qué es lo que ellos opinan de verdad. Son esclavos de la buena educación.
Pero hay otros individuos, pocos, desde luego, que poseen una rara autenticidad. Y no es que sean maleducados ni groseros, no, nada de eso; también usan las inevitables mentiras prácticas y jamás llamarán foca a la vecina gordita. La diferencia está en que repelen las convencionalidades igual que el aceite escupe el agua. Son incompatibles con el lugar común. Conozco a varias personas así de especiales, pero mencionaré sólo a una, porque es famosa: la humorista y dibujante argentina Maitena. Es gente que, por ejemplo, sólo te pregunta aquello que de verdad desea conocer. Gente que te cuestiona cosas que los demás dan por sabidas. Y que, cuando habla, intenta ir hasta el fondo de lo que quiere decir, con todas sus dudas y sus emociones. Sacan su verdad a pasear, desnuda y frágil como un caracol que ha perdido la concha. Hay algo deslumbrante en esta gente tan auténtica, y algo también un poco incómodo, porque su presencia te hace agudamente consciente del peso muerto de todos tus tópicos. Como mi ejemplo anterior del aceite y el agua: vaya un símil más gastado, qué vergüenza. Su veracidad esencial ilumina el mundo, pero a menudo el mundo es como uno de esos clubes de copas que, de noche y con la música y los focos, parecen sitios rutilantes, pero que vistos sin gente a la luz del día se revelan como antros apestosos llenos de mugre. Y, aún así, ¡qué sensación de hondura da esta gente auténtica! La vida, junto a ellos, parece mucho más grande y más intensa.
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