En misa y repicando
Lo más extravagante de esta iniciativa parlamentaria es que se extraña de que el Papa se comporte como tal, condenando el preservativo o reclamando a sus fieles una "renovación espiritual de la sexualidad". La proposición, por lo demás, es bien radical. No hay manera mejor para espantar de raíz los desastres del sida que la abstinencia sexual plena. Dicho groseramente, muerto el perro se acabó la rabia. La noticia hubiera sido que Benedicto XVI dijese en África cosas distintas. La posición del Vaticano y sus obispos en cuestiones de sexo no ha variado un ápice desde San Agustín, ni lo va a hacer en décadas. A tantos años ya del entierro del nacionalcatolicismo —entendido como lo que fue: un gobierno de coalición entre el dictador Franco y la jerarquía del catolicismo romano en España—, ya es hora de dejar de asombrarse de que los obispos católicos sean obispos católicos y prediquen doctrinas católicas, sin cortapisas. Si la libertad sirve para algo es para decir a la gente lo que no quiere oír, incluso maldades.
Cualquier diputado, cualquier ciudadano, está en su derecho de replicar al Papa con total libertad, incluso reclamando al Congreso o al Gobierno una intervención solemne para neutralizar teologías que conducen a la muerte a millones de personas en el sufrido continente africano. La autoridad del Papa no es pequeña, dicho sea en su honor, y sus palabras tienen una poderosa influencia en quienes las escuchan. No sobra que los organismos implicados en la lucha contra el sida, los parlamentos y los gobiernos hagan lo necesario para neutralizar o minimizar sus efectos.
Desde esa posición se entiende esta iniciativa parlamentaria, o la petición del Parlamento belga a su Gobierno de que exprese su protesta formal, vía diplomática, al Estado de la Santa Sede, cuyo pontífice máximo es ahora Benedicto XVI. El Papa viajó a África como líder de una confesión religiosa, la segunda más numerosa del universo, pero también como Jefe de Estado. Las relaciones de España con el Vaticano son de Estado a Estado, con acuerdos bilaterales ratificados por las Cortes, y cuantiosos compromisos económicos, educativos o socioculturales en una sola dirección. El Gobierno paga los salarios de la jerarquía y el clero regular de la Iglesia romana en España, y también a sus profesores de catolicismo, además de dispensar a esa confesión un generosísimo, creciente y exclusivo trato de favor. Desde esa perspectiva, parece razonable que haya parlamentarios con ganas de reprobar unas palabras del Papa contrarias a las políticas sanitarias de la ONU, la Organización Mundial de la Salud y del propio Gobierno español.
No se puede estar en misa y repicando. El cardenal Rouco y el portavoz episcopal, el jesuita Martínez Camino, parecen haber olvidado que la crítica a los abusos de poder y a las actuaciones desafortunadas de los papas ha sido una constante en la historia del cristianismo, por parte de teólogos y grandes líderes religiosos, desde san Bernardo a Eugenio III, y desde Catalina de Siena a Gregorio XI. El propio Benedicto XVI, siendo teólogo e incluso ya papa, ha alentado a anteponer la conciencia a la obediencia ciega, y la crítica a sus propias ideas, si no se está de acuerdo con ellas. "Cualquiera es libre de contradecirme", escribió hace bien poco en su Jesús de Nazaret (La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, p. 29). La verdad antes que la adulación. Ni siquiera al más lerdo de esos aduladores se le debe permitir sin réplica la presunción de que estas iniciativas parlamentarias son consecuencia de que "la palabra del Papa incomoda al negocio del preservativo y a los adoradores de un sistema económico que se desploma a nivel global". Inenarrable.
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