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CON GUANTES
Columna
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El empedrado

En el fondo creemos en Dios más de lo que admitimos. Las desgracias naturales (actos de Dios), terremotos, maremotos, lluvias torrenciales, volcanes en erupción y toda clase de fuegos devastadores, nos provocan, al menos por un instante, sentimientos verdaderos de compasión y solidaridad, de empatía con los sufrientes y en ocasiones sacan del fondo de nuestros distraídos corazones, actos o al menos gestos de conmovedora generosidad. Incluso los actos del demonio, los brutales ataques de los distintos terrorismos que en el mundo son, y hasta los crímenes espeluznantes de los demonios sin causa y de a pie, producen más consternación que ira y nos funden en un abrazo con el dolor ajeno. Nuestros propios problemas (las obras del hombre) nos llevan directos a levantar dedos acusadores, a hacer más leña del árbol caído o por caer, que a pensar en la reconstrucción de la cabaña.

"No hagamos sangre con quienes gritan fuera por no tener voz dentro"

Parece que a Dios no hay quien le culpe de nada y que a nosotros no nos pasamos una. Tiene su lógica, claro está; a Dios no hay quien le eche un lazo al cuello, pero no deja de ser sorprendente que de unas desgracias nazca la comunidad, mientras que otras nos llevan a despellejarnos en la semanal reunión de vecinos.

Ante los problemas que podemos enfrentar, y ya han dicho los sismógrafos que los terremotos son causas perdidas, apenas se escuchan posibles soluciones, o al menos intentos reales de avanzar juntos frente a las desgracias comunes. Todo lo que se lee y ve a diario son acusaciones salvajes, desprecios constantes y esa vieja máxima política que lo zanja todo amenazando al contrario con el catálogo de su propia torpeza, cuando no con su lista de agravios o su certificado de penales.

No es raro que entre eso que llaman el pueblo llano (que tampoco sé muy bien qué es exactamente) crezca el desasosiego, cuando no la más absoluta desconfianza hacia aquellos encargados, no sólo del escarnio del adversario, sino también, y perdonen la ingenuidad, del verdadero esfuerzo por mejorar el empedrado.

Ante las distintas reuniones del poder se amontona la ira de aquellos que detestan un sistema del que no son más que la parte ruidosa y silenciada. Una bella paradoja.

Parece ser que, en opinión de la reina de Inglaterra, también se había colado algún ruidoso dentro (algunos señalaban a Berlusconi), pero el asunto no es ése.

Es de suponer que la frustración de quienes gritan en la calle es similar a la frustración de quienes sólo han sabido recientemente gritarse entre ellos desde los púlpitos de los medios. Tampoco estaría de más que se contase el número del descontento y se le diera un representante legítimo para que se frustrasen todos juntos.

También los bolcheviques entraban en los palacios, aunque creo recordar que no por estricta invitación, pero eran otros tiempos.

No estaría de más, me parece, que estas reuniones del sistema contasen con al menos un delegado antisistema, aunque esto pudiera generar incómodas contradicciones en el seno de su no movimiento.

Todo en esta vida conlleva ciertas responsabilidades, incluso la anarquía.

En fin, no hagamos sangre con quienes gritan fuera por no tener voz dentro.

Lo cierto es que los líderes del mundo casi libre se sonríen entre ellos en el extranjero, porque saben que al regresar a sus casas la pelea no será contra las fieras que devoran a los ciudadanos, sino contra las fieras que pretenden robarles la confianza de sus súbditos.

Ahora que el mundo es una tienda cerrada, no deja de ser enternecedor cómo unos y otros luchan por hacerse con las llaves de tan siniestro negocio.

Ya que el suelo parece seguir dispuesto a abrirse bajo nuestros pies a su antojo y que el cielo se caerá sobre nuestras cabezas cuando le dé la gana, no sería mucho pedir que empleáramos un poco del tiempo de nuestras plegarias en rezarnos a nosotros mismos.

Sacarnos los ojos no nos está llevando muy lejos.

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