Hijos de
Anoche soñé que regresaba a Hermanos Bécquer 8. No se trata exactamente de un caserón al estilo neogótico costero del Manderley de Rebeca, sino de una airosa construcción ecléctica de las muchas que adornan las calles del barrio de Salamanca. Nunca habité en ese edificio, ni me consta que en su interior hubiera muertes por naufragio ni fantasmas ni incendios provocados por el servicio.
Mi regreso por tanto fue metafórico, y tiene que ver con el hecho de que muy a menudo, cuando vuelvo, por ejemplo, caminando desde los cines Verdi hasta mi casa, paso por delante del número 8 de Hermanos Bécquer, y me acuerdo. Ésa fue la residencia privada de la familia del general Franco, y allí siguió viviendo tras la muerte del dictador su viuda, doña Carmen Polo. Apenas doscientos metros más abajo, en la calle de Serrano, está otro de los hitos de la topografía del franquismo: la iglesia de los Jesuitas, un feo edificio sin denominación de estilo al que acudía a oír misa el almirante Carrero Blanco el día en que unos terroristas le subieron a los cielos dentro de un automóvil. También por allí suelo pasar; es uno de los templos del barrio con mendigos mejor aseados, hasta el punto de que cuando, en las horas bajas de la liturgia, estos se apiñan bajo el pórtico en tertulia, uno podría tomarlos por parientes lejanos de clase media baja invitados a una boda aristocrática. Detrás de la fachada principal, en la calle de Claudio Coello, está la placa conmemorativa del atentado, y enfrente, con otra función comercial, el semisótano donde los etarras prepararon el crimen de Estado.
Veo como una justicia poética la metamorfosis del apellido Franco en marca de la 'telebasura'
Pero yo a lo que iba era a Hermanos Bécquer. En mis paseos por la bonita flecha angulada que forman el arranque de General Oraa con la propia Hermanos Bécquer, una calle de vida corta, pues nace en Serrano y va a morir a López de Hoyos, me he encontrado más de una vez a algunos prototipos humanos carnalmente relacionados con el ancien régime. Al principio pensé en una casualidad, ya que esa zona, que algunos aún consideran nacional, tiene unos bares de tapas muy renombrados y unas terrazas que cuando hace bueno se llenan de consumidores de platos de jamón; al paso rápido en que camino me da tiempo a atisbar que el veteado de las lonchas augura una gran pata negra. Un día vi entrar en el portal del fatídico número 8 a Colate Vallejo-Nájera, al que sólo conocía por sus obras, digamos, televisivas. Como estos apellidos compuestos del antiguo régimen se prestan a la confusión caí al principio en el error de atribuirle un vínculo con los propios Martínez-Bordíu, quienes, desposeídos parcialmente del derecho a pernada eterna en el pazo de Meirás, siguen siendo los propietarios, tal vez legítimos, de la antigua maison Franco en Hermanos Bécquer. Alguien que sabe más de esos asuntos me aclaró que, por mucho que salga en los programas de cotilleo y en las revistas del corazón, Colate no ha emparentado con ninguna colateral de los Franco-Polo, sino con una despampanante cantante mexicana, Paulina Rubio, de quien me gusta sobre todo su segundo apellido, Dosamantes. Más alarmante me pareció, la otra noche, ver a Jimmy Giménez-Arnáu merodear por la zona, habiendo sido él, ustedes sin duda lo saben, marido momentáneo y hoy enconado de Merry Martínez-Bordíu, la llamada nieta rebelde. ¿Regresaba Jimmy al Manderley ex familiar a reclamar alguna cuenta pendiente a los vivos?
Me gusta mucho, tengo que confesarlo, que ahora que -poco a poco- vamos quitando las efigies y las enseñas de Franco y sus adláteres, sigan varios de sus familiares directos en movimiento, que no exactamente en el Movimiento. Ha costado mucho retirar estatuas ecuestres o pedestres (como la de Melilla, que se resiste a la erradicación por un alcalde asombrosamente sedentario), y placas, de las que aún quedan varias repartidas por toda España; conocemos también las dificultades de enterrar debidamente y erigir sencillas lápidas de recuerdo a los perdedores de aquella guerra y de aquellos años triunfales que siguieron.
Veo, sin embargo, como una tardía forma de justicia poética la metamorfosis del apellido Franco y del apellido Martínez-Bordíu en marcas reconocidas de la telebasura. Disfruté enormemente, sin ser aficionado al baile, viendo a Carmen, la nieta predilecta, mover el esqueleto por dinero, y sentí cierto gozo, por encima de la repugnancia del asunto, con las imágenes de otro de sus hermanos, Jaime, custodiado por la Guardia Civil tras la acusación y condena de maltrato a su novia. Pero aún me queda un sueño de mayor calado histórico. Ver a los descendientes más menesterosos del Invicto Caudillo como estatuas humanas pintadas de las que se ven por el Retiro y la Gran Vía. Los arbolados rincones de Hermanos Bécquer, frecuentados por gente con dinero y cierta mala conciencia, se prestan muy bien al ejercicio de la limosna, quedando al arbitrio de cada pedigüeño de esa familia el disfraz adecuado para incitar al óbolo.
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