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Reportaje:

Depresión por la depresión

Guillermo Abril

Inma C. es un hilo de voz, dos profundas ojeras, 20 años de trabajo y cuatro meses en paro. Dice: "Los lunes... Los lunes se volvieron insoportables. Un abismo sin nada que hacer. Un precipicio. No sé ni cómo definir cómo me encontraba: ¿Desesperación quizá?". Cuando llegó a la consulta del psicólogo, se sentía sin ánimo, como un trapo, un trapo "amortizado", porque en su empresa los despidos contaron con nombre propio: "Amortización del puesto de trabajo". Las fusiones entre dos compañías generan duplicidad de personal, y esa duplicidad, la necesidad de "amortizar". Inma C. dedicó sus 20 años de vida laboral a la misma empresa de cosméticos. Alcanzó un cierto estatus, directora de marketing, con un equipo de 10 personas a su cargo. Entonces aterrizó el deshielo económico, el bajón en el consumo, la fusión y los primeros despidos. Ella comenzó a rumiar, sobre todo en la cama: "No, no creo que me toque a mí. Tengo 46 años, conozco la compañía. Pero, ¿y si...?". Como todo el mundo hablaba de lo mismo, el ambiente laboral se volvió irrespirable. Los primeros insomnios se tragaron las noches. El pánico a mañana en la cabeza. Los gritos en casa con su pareja. El agotamiento físico. Un día de diciembre le tocó su turno. "Nos hemos visto obligados a amortizar tu puesto...", le anunciaron, y fue así como Inma C. conoció el abismo de los lunes, el vacío del paro. Con 46 años, dos hijos y un marido que gana poco más de mil euros, se quedó bloqueada por la crisis. ¿Qué iba a hacer ahora sin trabajo ni ingresos? Diagnóstico: síndrome ansioso depresivo.

"La incertidumbre y el ser humano nunca han ido bien de la mano", asegura el psicólogo vicente prieto
"Necesitamos indignación, rabia y ansiedad para reaccionar", opina un psiquiatra
"El 'ya te pagaré' y los compromisos incumplidos nos paralizan", según un piscólogo

Vicente Prieto, vocal del Colegio de Psicólogos de Madrid, asiente con cada una de las afirmaciones de su paciente y luego resume: "La incertidumbre y el ser humano nunca han ido bien de la mano". La Organización Mundial de la Salud ya avisó en octubre de que no convendría subestimar las consecuencias psicológicas de la crisis financiera. "Y tampoco debería ser una sorpresa que empezáramos a ver más casos de estrés, suicidios y desórdenes mentales", dijo Margaret Chan, directora de la OMS, apenas un mes después del derrumbe del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers. El Colegio de Psicólogos de Madrid, sin datos oficiales, estima que el número de personas que acuden a consulta con una sintomatología depresiva causada de forma directa por la pérdida del trabajo o el miedo a perderlo se ha incrementado entre un 15% y un 20% en los últimos ocho meses.

Iñaki Piñuel, psicólogo del trabajo especializado en casos de mobbing (maltrato laboral) y burnout (el llamado síndrome del trabajador quemado), menciona un paciente tipo que comenzó a visitar su consulta en 2008: empresario o directivo del sector inmobiliario que hizo mucho dinero en los últimos años y al que sus clientes han dejado de pagar. Asfixiado por la deuda y atenazado por el miedo al futuro, se vuelve un ser iracundo e irritable. "Generalmente son sus mujeres quienes les acaban mandando al psicólogo", dice Piñuel. Hace poco, añade, acudió a su consulta un perfil más extremo: un constructor que coincidía con las características anteriores salvo por el hecho de que había ingresado en el psiquiátrico por intento de suicidio. El empresario había comenzado a construir unos chalés en su municipio de toda la vida. Poco después de venderlos, llegó la sequía económica. No ha podido acabarlos. Y tampoco pudo soportar la idea de cruzarse todos los días por la calle con los vecinos a los que había vendido las casas. "Lo peor", aseguraba el constructor a Piñuel, "es que el negocio debería ir bien. Podría seguir trabajando. Pero algunos clientes que me deben dinero no me pagan y el banco tampoco me lo adelanta".

Sin llegar a esos extremos, hay un concepto que suelen manejar psicólogos y psiquiatras para entenderse: la indefensión. Designa ese momento en el que un individuo se ve desbordado, cuando se tiene la sensación de que, por mucho que se haga, por mucho que uno se esfuerce, no va a conseguir cambiar nada de lo que le rodea. Suele aparecer cuando se rompe un equilibrio estable; cuando cambia el contexto socioeconómico, por ejemplo; en ese instante en el que uno hace el trabajo de siempre y no recibe su sueldo, cuando un pagaré se vuelve incobrable sin explicación aparente o desde el minuto en que la sombra de un expediente de regulación de empleo planea sobre la plantilla. Entonces, si nuestras herramientas mentales para la transformación quedan bloqueadas, podríamos vernos abocados a una espiral depresiva. "No estaríamos ante una depresión en sentido estricto, que se caracteriza por una profunda tristeza patológica y sin causa aparente", explica Eduardo García-Camba, jefe del servicio de psiquiatría del hospital Universitario de la Princesa de Madrid. "Se trata más bien de un trastorno de adaptación, una respuesta psicológica de tristeza, pesimismo y ansiedad ante una situación estresante. Conviene distinguir bien ambos conceptos para no acabar medicalizando la crisis económica".

El doctor Jerónimo Saiz, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría y jefe del servicio de psiquiatría del hospital Ramón y Cajal de Madrid, subraya que el término adecuado sería "síndrome depresivo", que suele presentar un cuadro de insomnio, estrés psicofisiológico, ansiedad, cefalea, gastritis, colon irritable y vértigos. Hablar de depresión como enfermedad mental requeriría un estudio epidemiológico fiable, algo que necesita cierta distancia temporal. "La relación entre contexto socioeconómico y salud mental no es lineal. Lo único que sabemos es qué ocurrió en el pasado. En la crisis de los años noventa, por ejemplo, o durante el corralito en Argentina". En ambos casos, explica Saiz, se incrementó el número de consultas médicas y psicológicas relacionadas con el estrés y la ansiedad, y creció el consumo de ansiolíticos, hipnóticos y alcohol.

A Toni F., relaciones públicas de 42 años, la indefensión le alcanzó de forma progresiva, se le metió en el cuerpo, en cada poro, hasta dejarlo noqueado. Con un volumen de trabajo considerable, empezó 2008 contratando a dos empleados en su pequeña empresa. Campañas de prensa y eventos. Cuando el dinero fluye, todas las compañías requieren servicios de este tipo. A mediados del año pasado, algunos de sus clientes comenzaron a poner excusas con los pagos. "Dame un poco de tiempo. Ya te pagaré", decían cuando por casualidad cogían el teléfono. A pesar de que la carga de trabajo seguía siendo voluminosa, Toni F. se vio obligado a prescindir de sus empleados. Asumió tres puestos en uno, el suyo, con jornadas de 14 horas. Debido a su falta de liquidez, para pagar el finiquito se endeudó consigo mismo: pidió un préstamo para su empresa con cargo a su cuenta personal de ahorros. "Ya me lo devolveré cuando me paguen", pensó. Dice que fue entonces cuando comenzó a hablar en plural, a medida que se iba perdiendo a sí mismo. "No nos pueden hacer esto", "No nos pueden exigir...", y frases similares. Ni una semana de vacaciones en 2008. Seguía trabajando a un ritmo frenético, pero el dinero no llegaba. Dejó de dormir por las noches, con el runrún encendido en su cerebro. Y se transformó en un ser cargado de agresividad. Los "malos rollos" con la pareja alcanzaron su cénit el día en que confundió el nombre de su chico con el de uno de sus deudores: "¿Iñaki? ¿Quién demonios es Iñaki?".

Iñaki era la persona que le debía 15.000 euros desde hacía meses, e Iñaki fue quien le anunció un par de días antes de Navidad que su empresa, un estudio de arquitectura en tiempos de pinchazo de la burbuja inmobiliaria, había presentado la suspensión de pagos: "Lo siento. No vamos a poder pagarte", le dijeron. Ese día, la ansiedad de Toni F., su obsesión, se convirtió en una cifra redonda: 43.000 euros de impagos.

Primero lo paralizó una rigidez muscular. Acudió al centro de salud, donde le aconsejaron tomar Lexatin, un fármaco contra los nervios, y le mandaron de vuelta a casa. A mediados de enero le descubrieron una hernia en la ingle. Entre los medicamentos relajantes y el dolor, su figura parecía la de un zombi caminando por la calle, porque seguía yendo a trabajar. En febrero, un agotamiento insoportable le dejó abatido. El médico le diagnosticó hepatitis. "Probablemente", le dijo, "el virus haya estado latente desde hace tiempo y ha aprovechado este momento de estrés para aflorar".

A Toni F. le gusta mencionar la palabra "impotencia" para hablar de cómo se siente: "No es que me vaya mal porque sea un inútil, sino porque nadie cumple con sus obligaciones. Es como si todo valiera. Tu vida puede cambiar en un minuto, con un correo electrónico o un mensaje de móvil anunciando la catástrofe. Y aunque acudas a un abogado, no hay nada que hacer. Inicié un procedimiento cambiario [proceso judicial por el que se pretende el cobro de una letra de cambio o un pagaré]. Y la deuda está reconocida. Sólo falta proceder al embargo, pero como los juzgados están colapsados, no pasa nada de nada. No sé qué más puedo hacer. Pierdes la confianza en el sistema". Lo dice en casa, rodeado de naranjas para sus zumos. La baja laboral, cuenta, al final le ha venido bien. Al menos se ha recuperado a sí mismo. Pero aún no ha visto un duro. Ofrece un pedazo de bizcocho que ha preparado sin harina para que su hígado inflamado no se resienta.

Una de las pocas certezas provocadas por la coyuntura económica a la que se acogen psiquiatras y psicólogos es la de que "con toda probabilidad" aumentará el número de visitas a los centros de salud de personas con cuadros de ansiedad y afecciones psicosomáticas. "Y con esa sensación de indefensión, de que hagan lo que hagan, nada tiene solución", explican Lourdes Merino y Marta Díaz, psicólogas del Centro Español Contra el Estrés. "Lo peor de todo es que en muchos casos tienen razón y no les queda apenas margen de maniobra". A su consulta privada -60 euros, tres cuartos de hora; son precios de mercado- acuden sobre todo gerentes, directivos y empresarios a los que la crisis no ha tocado de lleno aún, pero que se desmoronan mentalmente por el pánico al corto plazo y a cómo deben gestionar una situación de incertidumbre. "Trastorno depresivo del gran jefe", lo llaman. El número de pacientes de este tipo se ha incrementado desde el año pasado. Pero todos han bajado el número de visitas: si antes iban al psicólogo cada semana, ahora lo hacen una vez al mes. "En tiempos de crisis, la gente acaba primando un gasto sobre otro", dice la pareja de psicólogas.

Pedro rodríguez, jefe del servicio de salud mental del distrito de Ciudad Lineal de Madrid, asegura que no ha existido, por el momento, un incremento significativo de consultas por patologías mentales en los centros de salud públicos. "Claro que, en nuestro caso, los pacientes nos llegan filtrados por la atención primaria". Cuando el estrés o la ansiedad no suponen riesgo de autolisis (suicidio) ni hunden sus raíces en un aislamiento feroz, los médicos de cabecera suelen tratar ellos mismos a las personas, sin derivarlos a salud mental: un Lexatin y para casa. Aunque quizá sea precipitado hablar de cifras, en su área sanitaria, que engloba a una población de 600.000 personas, las primeras visitas de pacientes a su médico de cabecera se duplicaron de 2007 a 2008. Si se comparan los meses de febrero, por ejemplo, 310 pacientes visitaron los centros en 2007; 632 lo hicieron en 2008 (un incremento cercano al 125%); en febrero de 2009 fueron 682 (un aumento apenas perceptible). Una posible explicación a este comportamiento, según una médico de familia acostumbrada a ver cuadros de ansiedad y ataques de pánico en los servicios de urgencias, es que cuando las personas identifican su estado psicofisiológico con la situación que están viviendo, se quedan más tranquilas y no acuden al médico. Y en 2009 ya sabemos más o menos de qué va la crisis, a diferencia de 2008, cuando todo empezaba a caer, pero sin saber muy bien cómo ni cuándo.

"Lo peor de todo es la incertidumbre. El ya te pagaré, el incumplimiento de los compromisos adquiridos sin saber qué va a ocurrir. Eso es lo que nos paraliza", añade el psicólogo Pedro Rodríguez. Y pone un ejemplo. Hace un par de semanas le llegó a consulta un empresario con manifestaciones ansiosas, ahogado por la situación económica. Sentía un profundo malestar, contó, porque se había visto obligado a dejar de pagar a sus trabajadores: a él, a su vez, le habían dejado de pagar sus clientes. "Pero yo no debo convertirlo en un paciente crónico de salud mental, porque no lo es", dice Rodríguez. "En todo caso, puedo echarle una mano para superar el problema concreto. A esta persona ni siquiera se le había ocurrido consultar a un abogado sobre estos asuntos. Se lo aconsejé. Así lo ha hecho y ahora está mejor. Cuando me encuentro con este tipo de pacientes, suelo explicarles que es bueno tener un cierto grado de tensión. No se trata de un trastorno, sino de una emoción humana que nos permite estar alerta y afrontar un cambio. Pero a veces necesitamos que alguien desde fuera nos diga qué ocurre".

Cuando Inma, la directiva "amortizada" de la compañía de cosméticos, se vio en la calle, se preguntó: "¿Qué voy a hacer sin un sueldo? ¿Cómo mantengo a mis hijos y pago la hipoteca al mismo tiempo?". Y se dio de bruces contra ese muro paralizante de la "reacción adaptativa". Por eso la tarea de Vicente Prieto, su psicólogo, no se ha diferenciado en muchos aspectos de la de un asesor contable. La pérdida de confianza y autoestima que produce quedarse sin trabajo es innegable. Bien. Pero, en el plano económico, quizá no fuese tan fiero el león. Juntos pusieron sobre la mesa ingresos, gastos y las redes sociales de ayuda: Inma contaba con la indemnización por despido, a razón de 45 días por año trabajado, y habían sido 20; y luego estaba el subsidio por desempleo, de aquí a dos años; y el sueldo de su marido, y los padres y hermanos, la familia, incluso los amigos. Siempre están ahí en los momentos de dificultades.

Alberto Ortiz Lobo, psiquiatra del sistema de salud público, advierte, sin embargo, del riesgo del tutelaje psicológico ante la reacción adaptativa: "En algunos casos le estás diciendo al paciente cómo organizar su vida y que no ha sido capaz de adaptarse a la nueva situación, cuando la responsabilidad por una recesión mundial es mucho más compleja". Ortiz Lobo entiende que el sentimiento de insatisfacción profunda o de tristeza siempre ha estado ahí, que se trata de una emoción que acompaña al ser humano, sólo que ahora somos menos tolerantes a ese sentimiento. En 2001 estudió el número de pacientes que acudieron a su consulta de salud mental. Un 24% de ellos no presentó un cuadro que pudiera catalogarse de "enfermedad mental", aunque era innegable que sufrían por sus circunstancias personales. Esto es lo que la Organización Mundial de la Salud denomina códigos z. Y las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Por eso el psiquiatra es tajante en la exposición de su postura: "Si estoy indignado o ansioso, si siento rabia... Necesito de estas emociones jodidas para reaccionar. Pero si las anestesio, las desgracias me pasan por encima. No pretendamos solucionar problemas globales con medicamentos y psicoterapia".

De entre todas las causas de incertidumbre que pueden darse en el entorno laboral, los psicólogos destacan una: el expediente de regulación de empleo. Fue por eso por lo que el virus de la ansiedad se extendió entre los empleados de una empresa metalúrgica de Vizcaya que fabrica componentes para automóviles. Allí dan forma a unas pequeñas piezas para las bombas de diésel y a un expansivo del airbag sin el cual el sistema de seguridad de aire no salta.

El primer aviso de la parálisis económica del sector automovilístico les llegó en forma de impago de salarios. Primero se retrasó la nómina de noviembre. En diciembre sólo recibieron la mitad de lo que les correspondía. En enero, nada. Ni en febrero. Pero los pedidos seguían llegando. Y los empleados seguían asistiendo a su puesto, con la presión de un inminente ERE sobre sus espaldas. Al menos eso se rumoreaba entre la plantilla. Y nadie quiere fallar cuando su trabajo está en juego.

"Aun así, nos presentábamos todos los días en la empresa sin saber cuándo íbamos a cobrar. O si íbamos a cobrar algo", dice uno de los afectados, Kosme, encargado de pesar las piezas que van saliendo del proceso, entre 4.000 y 8.000 todos los días. "No podíamos dormir de la ansiedad. Yo me busqué otro trabajo en negro, para sacar algo: reparto cajas de vino cuando tengo un rato. El buen vino siempre se paga. Y si me tengo que poner a levantar piedras para salir adelante...".

Con los bolsillos vacíos, los trabajadores de esta fábrica dieron con una solución parcial a su indignación. O quizá fuera al revés: la rabia y la falta de sueño les hizo encontrar una salida. Pensaron que si retenían las piezas como medida de presión, podrían exigir sus salarios. Consiguieron que cuatro de sus clientes, entre los que se cuentan grandes marcas de automóviles, acudieran hasta el valle de Trápaga, donde está ubicada la fábrica, y extendieran un anticipo por los atrasos salariales de 2.200 euros por trabajador, a devolver cuando los meses impagados les fueran embolsados. Luego se disolvió el fantasma del ERE y asomó el agujero económico de la empresa: el 11 de marzo apareció publicada en el Boletín Oficial del Estado la suspensión de pagos voluntaria de esta empresa. "Al menos ya sabemos lo que hay. Y fue aparecer el administrador concursal y pagarnos el mes de marzo", dice Kosme. "Pero esta situación no se la recomiendo a nadie. Por la incertidumbre. Si es que estamos peor que en el paro".

A Silvia, otro hilo de voz a través del teléfono, la negociación del ERE le costó su pareja. Fue el detonante: ambos trabajan en una compañía de componentes para automoción en Madrid. Y los gritos se desbordaron a medida que avanzaban las negociaciones. Ahora, dice, está agotada. No consigue descansar, siempre a vueltas con los mismo: "¿Qué va a venir mañana?". El ambiente laboral se ha vuelto tóxico, con enfrentamientos entre los compañeros. A ella la han hundido las migrañas. Descansa en casa, no por baja, sino por el ERE temporal que negoció ella misma como miembro del comité de empresa. Doble presión: cuenta que se ha cansado de decirles a sus compañeros que no están en lo peor, que es una situación coyuntural, cuando ni ella misma tiene ánimos: "¿Ir a un psicólogo? No lo descarto", dice. "Sobre todo si las circunstancias me acaban superando". Mientras, la incertidumbre sigue allí instalada, como una nube que no acaba de pasar. 

Santiago valenzuela

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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