Que vuelva aquel chupasangres
Siendo yo un niño de cinco o seis años, estaba un mediodía degustando un potaje de garbanzos con mi familia cuando en el telediario se coló Frank Langella interpretando al Conde Drácula. Su estampa en primer plano y boca abajo, pidiendo permiso para entrar al dormitorio de una de sus víctimas, me quitó el sueño hasta el punto de que pasaron varios meses en los que cada vez que me acercaba al baño no podía dejar de mirar la ventanita que tenía sobre el retrete, temeroso de que apareciera aquel vampiro y me solicitara pasar.
Tomando como base esta vieja convención del género -la necesidad del vampiro de pedir permiso antes de entrar en la estancia de sus víctimas-, Tomas Alfredson desarrolla la peripecia de Déjame entrar, una inmejorable pieza de terror que es a la vez una bellísima parábola del siempre duro tránsito de la infancia a la adolescencia.
El expresionismo alemán, la Hammer... El género nació en Europa para pervertirse en Hollywood
No recuerdo desde Fucking Åmål, la ópera prima del también sueco Lukas Moodysson, un acercamiento tan sentido al fin de la inocencia. La fría Suecia se revela así como el entorno perfecto para enmarcar historias tocadas por la necesidad de cariño de sus protagonistas. Si hay un sentimiento que destaca por encima del miedo en estas dos películas -y créanme, en el caso de Déjame entrar hay mucho- es el de la tristeza del que se sabe diferente a los demás. Llama la atención que ambos retratos reivindiquen a sus protagonistas desde la anormalidad -el vampirismo o la homosexualidad- para reforzar la humanidad de unos personajes sobrados de afecto en un mundo cada vez más insensibilizado.
Déjame entrar viene a subrayar una vez más las bondades del vampiro ante la mediocridad de nuestra sociedad. Y la rutina con la que Hollywood ha tendido a tratar a los chupasangres en los últimos años es el perfecto reflejo de ésta. Lejos de la parafernalia y el virtuosismo, los protagonistas de Déjame entrar son seres cercanos. De ahí la fuerza con la que sus imágenes consiguen perdurar en nuestro subconsciente: las diminutas siluetas de los niños sobre el río helado, las ventanas encendidas de sus dormitorios, pared con pared, en el bloque de pisos donde conviven o el clímax en la piscina del colegio forman parte del mejor imaginario que ha parido el género.
Sin embargo, con Déjame entrar el cine de terror consigue avanzar sin dejar de echar el ojo a una herencia vampírica nacida e inmortalizada en las páginas y los fotogramas de la vieja Europa. Stoker, Le Fanu o Tolstói. O en el legado expresionista alemán y el colorido de los estudios Hammer... Y es que el cine de vampiros nació en Europa para pervertirse en Hollywood.
Y es desde Europa y las pocas salas donde se estrena el filme -o lo que es lo mismo, desde esa anormalidad tan pareja a la de sus protagonistas- de donde debemos reivindicar este bellísimo cuento de miedo del que deberíamos sentirnos orgullosos.
Juan Antonio Bayona es el director de El orfanato
Babelia
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