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ESCALERA INTERIOR
Columna
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La sonrisa de los espejos

Almudena Grandes

Primero fue una pared entera del recibidor, luego un baño, después el otro, a continuación, la puerta del módulo central del armario de su dormitorio y los que las niñas tenían en las paredes de su cuarto. Compró un rollo de una película adhesiva con efecto de vidrio esmerilado y fue tapando, uno por uno, todos los espejos de la casa desde el lugar en el que veía su propia boca hasta abajo. María, la mayor, le sacaba tres o cuatro centímetros, lo justo para verse hasta la barbilla, no más. Teresa, la mediana, que lo sabía todo, no protestó, pero el pequeño, que entonces era un preadolescente insoportable de casi doce años, dijo que él, así, no podía verse la cara. Pues te subes en una banqueta. ¿Toda la vida?, preguntó, y ella no respondió con palabras, pero le miró de tal manera, que el niño bajó la cabeza, fue a por la banqueta, se subió encima y dijo en un murmullo, no, si así sí que me veo…

"Ella sólo se había dado cuenta de que su hija estaba adelgazando"

Después de los espejos fueron las puertas. Su marido puso cerraduras con llave en la cara exterior de las que daban acceso a los cuartos de baño. Una pena, pensó ella, porque eran nuevas, buenas, macizas, y él debió de pensar lo mismo, pero no abrió los labios hasta que terminó y le puso las llaves en la mano. ¿Y qué vamos a hacer con esto? Pues no sé, llevarlas siempre encima, ¿no? Pero habrá que hacer turnos, porque si no… Turnos y copias, asintió ella, todos tenemos que tener una llave, todos, excepto… Y al decir esa palabra, que no se atrevió a rematar con el nombre propio de su propia hija, se le llenaron los ojos de lágrimas, y su marido la abrazó con fuerza durante un rato largo, quizá para que no descubriera que él no estaba mucho mejor.

Y luego hubo que hacer otras cosas, tomar nuevas medidas, duras, hostiles, inflexibles, destinadas a hacerle la vida imposible a una chica de diecisiete años que pretendía hacerse la vida imposible a sí misma. Y ella se daba cuenta, lo pensaba todos los días, cuando veía a su Teresa despedirse de su hermana con unos pantalones de chándal viejos, para ponerse deprisa y corriendo, en el recibidor, los vaqueros que había sacado escondidos debajo de la camiseta. Entonces decía que iba a la cocina un momento, recogía los pantalones de chándal, los escondía en el tendedero y volvía al salón con una sonrisa falsa y el corazón encogido, sintiéndose culpable de todo, por todo, y enemiga de su propia hija, que debía de verla así, como a una enemiga, igual que a su padre, a sus hermanos, que se negaban a abrir la puerta del baño hasta una hora después de las comidas, que la obligaban a estar acostada mientras tanto, tuviera sueño o no, que andaban por la calle muy despacio para impedir que ella pudiera quemar ni una sola caloría de más, que habían multiplicado cerrojos, llaves, trampas, y eliminado macetas, cajas, paragüeros, hasta que en aquella casa donde no se podía abrir ningún cajón, tampoco hubo ningún objeto donde se pudiera esconder, guardar, desechar ningún resto de comida.

¿Por qué?, se preguntaba ella, ¿por qué, en qué hemos fallado, en qué nos hemos equivocado, qué hemos hecho mal? El psiquiatra de María, el de toda la familia, le había prohibido pensar en eso, pero no podía evitarlo, y sabía que su marido se preguntaba lo mismo desde el día en el que Teresa les obligó a ver hacia donde no habían mirado hasta entonces. ¿Pero es que no os dais cuenta? ¿No veis que María no come, que no cena, y que cuando no le queda más remedio que tomar algo para disimular, se encierra corriendo en el baño? Ella sólo se había dado cuenta de que estaba adelgazando, de que se le estaba quedando un tipín monísimo. Y reaccionaron a tiempo, pero llegaron a ver el principio de la fase sucesiva, la piel seca, la cara chupada, los huesos relevantes, la tensión por los suelos, hiperactividad, insomnio.

Esta mañana, al levantarse, ha vuelto a recordarlo todo, a preguntarse por qué, y ha comprendido que ahora quizá lo descubra, que tal vez llegue a saber lo que ha ignorado durante más de tres años.

Bueno -una semana después del alta definitiva, con el hierro en su sitio, la tensión compensada, la regla cada veintiocho días y unos vaqueros recién estrenados, María, ex anoréxica, la mira, y mira a su padre, a su hermana, a su hermano-. ¿Por dónde empezamos?

Por la pared del recibidor, que fue por donde empezamos.

Ellas dos fueron por delante. Cada una cogió un pico de la película adhesiva y, a la de tres, tiraron de él al mismo tiempo, mientras el padre de una, marido de la otra, lo grababa con la cámara del móvil y los pequeños aplaudían. Al día siguiente, en una casa donde volvía a haber macetas, cajas, paragüeros y todas las puertas y los cajones estaban de nuevo abiertos, los cerrojos inútiles eran los únicos supervivientes del infierno de una familia entera.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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