Adiós al gigantismo
Sólo un pesimista -o más bien un visionario sensato- como J. G. Ballard, autor de novelas futuristas que tienen como escenario los suburbios residenciales de las grandes urbes y la psicopatología que estas comunidades aisladas y abocadas al consumo producen... Sólo un pesimista como él... Pero ni siquiera él podría describir lo que nadie había sido capaz de imaginar. El fin de todo eso, no por autoimplosión del medio, alienación o hartazgo a cargo de sus habitantes, sino, sencillamente, por falta de liquidez para el pago de las hipotecas.
Así que Felizlandia se está quedando vacía porque sus propietarios no pueden cumplir con los plazos, debido a que a sus inquilinos les han sido arrebatados sus prometedores empleos, sus seguros médicos, y de pronto han comprendido que un coche cuesta más de mantener que una familia, sobre todo cuando se le usa para trayectos cortos. Y las personas, no los urbanizacionitas, sino las personas, vuelven a reunirse en la plaza del pueblo más cercano, o de la ciudad más cercana, y quizá incluso se refugian en casa de sus padres, a quienes ya han convertido en abuelos, afrontando seriamente la posibilidad de compartir con ellos algo más que la sola jornada de Acción de Gracias y el pavo, cuyas sobras quiera el Señor que den para muchos sándwiches del día de mañana.
"Nadie nos advirtió de que el suburbio residencial era una versión de la lechera"
Atrás quedan las casas uniformes y abandonadas, con los muebles a medio leasing y los artilugios domésticos que, pagados o no, se han revelado no sólo como innecesarios, sino como contraproducentes. Toda una generación de triunfadores abocada al consumo, los hijos de esos pobres tipos de Mad Men, y sus nietos, sueltan amarras y regresan a la gran urbe a buscar trabajo, una asociación en la que apuntarse para defender sus intereses, y una forma menos onerosa de vivir esta última fase del Sueño Americano, la de la traición al verdadero sueño, que era la Libertad de Existir y no la Libertad de Consumo, aunque lo uno condujo a lo otro, a fuerza de aceptar que los cantamañanas se fueran apropiando del asunto.
Estoy hablando de Estados Unidos, pero me parece que en este país hemos sido tan víctimas -y cómplices- de las hipotecas subprime como en la Madre de Todas las Naciones, así que no me extrañará ver también aquí las carreteras vacías por falta de dinero para la compra de combustible, ristras y más ristras de adosados echando raíces en el olvido de las paellas dominicales y los céspedes reglamentarios; y last, but not least, mastodónticos centros comerciales destartalados, polvorientos, en cuyos escaparates apenas quedará la mella dejada por el último consumista que le dio un tiento a las ofertas. En algunas ciudades de Estados Unidos, estos templos obscenos de la adquisición rápida y la comunicación humana lenta han sido reciclados y sus estructuras se han aprovechado para que alberguen instituciones municipales al servicio de la comunidad, bibliotecas, lugares de juegos... Qué bien si el cuento de terror a lo Ballard terminara así, con el uso finalmente correcto de las reliquias suburbanas que el gigantismo deja tras de sí, una vez que ha estallado la burbuja.
Lo que, bien mirado, significaría que esto no es el fin del mundo, que simplemente hemos pasado otra etapa.
Pero nadie nos advirtió de que el suburbio residencial era una nueva versión del cuento de la lechera. Recuérdenlos en las pelis de Hollywood: se podía sufrir, y mucho, en una de esas casas iguales a otras casas, alejadas por una autopista y varias horas de trayecto de la ciudad. Se podía realquilar el sótano a un psicópata; se podía descubrir que el marido te la pegaba con la de la casa de enfrente; un esposo gay podía convivir durante décadas con Julianne Moore antes de darse cuenta de que prefería a los muchachos; un perverso inversor podía enredar a su vecino para intercambiarse las señoras y, a partir de aquí, montar una tremenda historia de posesión y temor. ¡Y hasta había gente que abandonaba la urbanización porque daba mal fario!
Pero nunca lo hicieron todos a una y sin volver la vista atrás. Eso no es ciencia-ficción. Es ahora mismo.
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