La hazaña de Papá Oso
Durante muchos años, todas las tardes había pensado lo mismo al pasar por delante de aquella puerta. Un día, y otro, y otro más, la misma tentación, el mismo anhelo y su correspondiente frustración. Porque no, porque era demasiado mayor, porque no le tocaba, porque no pegaba, porque si viviera en una ciudad sería distinto, porque en una ciudad hay escuelas, academias, pero allí, y siendo el director de la oficina de la caja de ahorros Como te atrevas, le decía su hija mayor, me voy de casa. Pues no sé por qué, terciaba su madre y se volvía hacia él para animarle, deberías hacerlo, Paco, no te vas a quedar para siempre con las ganas A mí me haría ilusión, el pequeño era el más entusiasta de todos, iríamos juntos, volveríamos juntos, y yo te ayudaría, papá.
"Se había esforzado, había domado sus dedos, había aprendido a respirar, a leer, a memorizar"
Anoche apenas pudo dormir, los nervios no le dejaron, pero esta mañana se ha levantado tranquilo, contento, y las dos chaquetas rojas, tan iguales, tan diferentes, la misma tela, los mismos botones, los mismos galones dorados, que esperaban sobre el respaldo de dos sillas del comedor, le habían conmovido y le habían hecho reír a la vez. Es como en el cuento de Ricitos de Oro, pensó, Papá Oso y el Oso Chiquitín, y menos mal que a su mujer no le había dado por lo mismo, que si no, en Carnaval no habría habido manera de aguantar tanta chirigota.
Cuando se atrevió por fin, antes de empujar la puerta, se acordó de su madre y de lo que siempre decía en momentos semejantes. Es peor pensarlo que pasarlo. Los malos tragos, los problemas, las vergüenzas son peor pensados que pasados. Buenas tardes, quería hablar con Sí, sí, usted es el padre de Fran, ¿verdad?, ahora mismo No, no, si es que no vengo a hablar del niño. Y el recepcionista había levantado las cejas, muy sorprendido, ¡ah!, ¿no?, pero la directora se había mostrado, a cambio, aún más encantadora que comprensiva. Yo ya sé que esto le parecerá ridículo, que no tengo edad No, ¿por qué? Para esto no hay edades. Si acaso, estaturas, y sonrió, pero yo estaría encantada de tenerle entre nosotros. Al pagar la matrícula pensó, seguro que ésta está pensando en pedirme un crédito, pero no. Todavía no la había visto en su oficina, sólo los lunes, los miércoles y los viernes, de seis a siete y media de la tarde, y cada uno en su sitio.
Hoy, al borde del momento culminante, mientras se toma un café precoz y solitario frente a dos chaquetas rojas, iguales y distintas, una tan grande, otra tan pequeña, piensa que no ha sido fácil, pero tampoco tan difícil. Fue peor pensarlo que pasarlo, aunque los primeros días sus compañeros se partían de risa sólo con verlo, tan mayor, tan torpe, tan inexperto, tan inseguro. Tuvo que intervenir un par de veces para que su hijo no se pegara con alguno, aunque lo peor, lo más humillante, fueron los humos de Encarnita, su jefa de trece años, que disfrutaba señalándole con el dedo mientras le decía en voz muy alta, y no te olvides de recoger todo esto antes de irte, Paco Y Paco, que ya había terminado Económicas cuando Encarnita todavía flotaba en la tripa de su madre, se levantaba y, de atril en atril, lo recogía todo. Hasta que llegó la pobre Marta, una niña de siete años que le relevó en el último escalón de la jerarquía, y, sólo por fastidiar a Encarnita, siguió ocupándose él de recoger, y guardándose después en el bolsillo las chuches pringosas, aterciopeladas de pelusas, con las que Marta le premiaba por su ayuda.
No había sido fácil, pero lo había hecho. Se había esforzado, había domado sus dedos, había aprendido a respirar, a leer, a memorizar su parte y la de los demás, a entrar cuando tenía que entrar, a parar cuando le tocaba parar, y a estudiarse a sí mismo para poder corregirse después. Y había flaqueado, se había aburrido, se había vaticinado que nunca lograría pasar de la abrumadora monotonía de esos estudios repetidos una y otra vez, que siempre podían con él y siempre en el mismo sitio. Había tirado la toalla. La había vuelto a coger. Hasta que un día descubrió de repente quién mandaba allí, y que no era ni el metal, ni el aire, ni los muelles. Porque el que mandaba allí era él. Desde entonces se lo pasaba en grande.
Y así fue aquella mañana. Cuando su mujer se levantó, tuvo la impresión de que era la más nerviosa de los dos. No te preocupes, le dijo, que voy sobrado, ¿sabes si va a venir la niña? Y la niña fue, y aunque se sonrojó un poco al verle con aquella chaqueta, con aquellos galones, no le dijo nada más que "suerte, papá", mientras le besaba muchas veces delante de la puerta.
El acto comenzó a la hora prevista, con el previsto engolamiento del secretario del Ayuntamiento y el auditorio a rebosar. Los integrantes de la banda municipal subieron al estrado de uno en uno, y lo recorrieron despacio hasta encontrar su asiento.
Todo el pueblo pudo ver que la estatura media de los músicos no superaba el metro y medio.
Todo el pueblo pudo ver que el tercer saxofonista medía más de un metro ochenta.
Pero todo el pueblo vio también que, aquella mañana, no había nadie tan feliz como él.
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