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PALOS DE CIEGO
Columna
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La conveniencia de la incovenencia

Javier Cercas

Qué es una aventura? Una aventura es sólo un inconveniente convenientemente considerado. ¿Qué es un inconveniente? Un inconveniente es sólo una aventura considerada de forma inconveniente. Eso dice Chesterton, y como yo le hago mucho caso a Chesterton -que siempre tiene razón, incluso cuando no la tiene-, mi vida se ha convertido en una aventura apasionante.

Ejemplo. El viernes 9 de enero estaba trabajando en mi despacho cuando sonó el teléfono. Era mi mujer: me dijo que la caldera de casa se había estropeado y que estábamos sin agua caliente y sin calefacción; también me dijo que había llamado al lampista y que el lampista le había dicho que iba a tardar cuatro días en ir a arreglarnos la caldera. Atravesábamos lo más crudo del crudo invierno, así que cualquier persona normal se hubiese echado a llorar en el acto; yo no: sentí que, convenientemente considerado, aquel inconveniente era una oportunidad para no pegar golpe, el final de la asquerosa monotonía y el principio de la aventura. "No te preocupes", le dije a mi mujer, tratando de que mi voz no delatase alegría. "Nos arreglaremos". Por supuesto, a mí lo que me habría gustado era encerrarme en mi casa, rodeado de mantas y estufas, protegiendo a mi mujer, a mi hijo y a mi perra contra la adversidad igual que un capitán protegiendo a sus soldados en el campo de batalla; pero, como por desgracia mi mujer no comparte mi sentido épico de la vida, llamé por teléfono a mi madre y le pedí que nos acogiese en su casa durante unos días. "Ni hablar", respondió. "Que luego me sacas en un artículo y los vecinos me retiran el saludo". "Mamá", le recordé. "Desde que amenazaste con emprender acciones legales contra mí no te he vuelto a sacar en ningún artículo. Y bien que me duele: tus fans te reclaman". Tras realizar un zafio comentario sobre mi comentario y tomarme juramento de silencio, aquella misma noche mi madre acogió a mi mujer, a mi hijo y a mi perra como si fueran sus hijos, y a mí como si fuera una mala bestia. El sábado por la mañana no ocurrió nada, pero a media tarde, cuando la monotonía amenazaba con adueñarse otra vez de mi vida y yo empezaba a sentir la nostalgia del campo de batalla, se estropeó el calentador de la casa de mi madre. "Es increíble", dijo ella. "Acababa de comprarlo". Vi el cielo abierto: le dije a mi mujer que no iba a tolerar que mi madre me acusara de cenizo y que nos volvíamos a Barcelona. Mientras conducía por la autopista, mi madre me llamó por teléfono. "Es increíble", repitió. "Ha sido marcharte tú y arreglarse el calentador". "Nos vemos en los tribunales", contesté.

"La taquillera del cine me dijo: 'Hay un inconveniente en la sala"

El domingo fue maravilloso: fue el día más frío del año, y yo lo pasé encerrado en mi casa, rodeado de mantas y de estufas, protegiendo a mi familia de la adversidad. Pero el lunes fue todavía mejor, porque me levanté con fiebre y, después de considerar convenientemente el inconveniente, me quedé tumbado a la bartola sin el menor atisbo de mala conciencia; para colmar mi felicidad, por la tarde vi El padrino, que me pareció una película de aventuras y una película sobre una familia que siempre tiene razón, incluso cuando no la tiene, y hasta una película política, quizá porque reparé en una frase que pronuncia un sicario de los Corleone al matar a un político corrupto: "El poder desgasta a quien no lo tiene". El martes apareció el lampista, pero, por fortuna, después de examinar la caldera dijo que había que cambiarla y que hasta el día siguiente no podría hacerlo. El día siguiente no empezó muy bien: la fiebre casi había desaparecido; sin embargo, el lampista puso mi casa como un auténtico campo de batalla, y, aunque esto me obligó a volver a mi despacho, con la excusa de la convalecencia pude pasarme la mañana sin dar un palo al agua. Era miércoles, 14 de enero, todos los periódicos traían noticias del 90º aniversario de Giulio Andreotti, el político más corrupto de la Italia moderna, y por una de ellas me enteré de que había sido precisamente Andreotti quien había acuñado la frase que pronunciaba el sicario de los Corleone, coincidencia que juzgué suficiente para prolongar el ocio de la mañana yendo a ver Il divo, una película sobre Andreotti que ponían en el cine Casablanca. Al ir a comprar la entrada, la taquillera me dijo: "Hay un inconveniente en la sala". "¿La caldera?", pregunté, reprimiendo la euforia. "No", contestó. "La alcantarilla". La taquillera me explicó entonces que, debido a las lluvias caídas en la ciudad, las alcantarillas del barrio se habían inundado, que el ayuntamiento había tenido que vaciarlas y remover su contenido, que la alcantarilla principal pasaba justo por debajo de la sala donde se proyectaba Il divo y que en consecuencia la sala olía mal. Mintió: la sala apestaba; pero me quedé a ver la película, porque, una vez considerado convenientemente el inconveniente, comprendí que no había lugar más adecuado que aquella cloaca para ver una película sobre Andreotti. Salí del cine contentísimo, y cuando llegué a casa todo estaba arreglado: el lampista había concluido su trabajo, la caldera funcionaba, la casa estaba en orden, mi mujer, mi hijo y mi perra estaban felices. Era el final, pero, mientras dudaba si echarme a reír o a llorar, me pregunté si aquello era conveniente o inconveniente. Me gustaría saber qué opina Chesterton al respecto.

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