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Columna
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Un logro podrido

Si el trienio presidencial de Pasqual Maragall fue, pese a todos los avatares y sobresaltos, el del nuevo Estatuto, el mandato de su sucesor debía ser el de la nueva financiación autonómica. No sólo en cumplimiento del texto estatutario de 2006, sino en correspondencia con los anuncios y las aptitudes del presidente José Montilla. Poco propenso y poco dotado para la lírica, el líder del PSC había prometido Fets, i no paraules mientras su partido advertía de que, resueltas ya las cuestiones identitarias y simbólicas, el periodo 2006-2010 iba a ser el de la gestión y el de las políticas sociales; hechos, gestión y políticas -se sobreentendía- nutridos con los recursos adicionales que debería aportar el nuevo modelo de financiación de la Generalitat.

Zapatero extraerá de su chistera un modelo de financiación que el tripartito tendrá que aceptar, bajo los embates de la crisis

La expectativa de ese nuevo modelo, espoleada por diversas crisis en nuestras infraestructuras que aumentaron la conciencia de los déficit acumulados, dicha expectativa alimentó el primer tercio de la legislatura hasta que, a fines de la primavera de 2008, fue evidente que el ya reelegido Rodríguez Zapatero no tenía intención alguna de acordar la financiación catalana antes de que venciera, el 9 de agosto, el plazo fijado por el Estatuto. Comenzó entonces una danza de subterfugios, excusas, nuevos plazos, anuncios y desmentidos sobre la inminencia del pacto, mientras la crisis económica global acudía impetuosa a apuntalar las dilaciones del inquilino de La Moncloa... Entramos en 2009, pasó enero, comenzó febrero, el Gobierno central advirtió de que nada cabía esperar antes de las elecciones gallegas del 1 de marzo. Y aquí estamos, ya con seis meses de demora a las espaldas pero sin ninguna certeza sobre cuándo puede resolverse el maldito embrollo de la financiación.

Frente a este panorama, ¿cuál ha sido la reacción en Cataluña, particularmente entre las fuerzas del Gobierno tripartito? Al comienzo, los socialistas sacaban pecho y lanzaban advertencias solemnes: recordemos, en julio, aquella celebrada frase del presidente Montilla durante el congreso de su partido ("te queremos mucho, José Luis, pero queremos más a Cataluña"); luego, en otoño, hubo vagas insinuaciones de que, si la financiación no estaba cerrada, tal vez los 25 diputados del PSC en el Congreso no votarían los Presupuestos Generales del Estado; después, a punto de finalizar el año, Miquel Iceta subrayó que, de no alcanzarse un acuerdo, las relaciones entre el PSC y el PSOE nunca volverían a ser las mismas...

La esterilidad de tales avisos, y sobre todo la usura del tiempo, ha ido reduciendo los gestos públicos de presión del socialismo catalán a un ritual cansino en el que Miquel Iceta repite que, si no se llegase a un arreglo con el Gobierno de Zapatero, es "obvio" que los vínculos con el PSOE "se resentirían"; aunque nada hay que temer, pues el PSC posee "una paciencia ilimitada". Iniciativa, tras el memorable pacto veraniego entre su líder, Joan Saura, y la vicepresidenta Fernández de la Vega, prefiere hablar poco del tema y agitar sus fervores propalestinos como cortina de humo. En Esquerra Republicana, el secretario general, Joan Ridao, estima que las diferencias entre el Gobierno español y el catalán en materia de dineros son aún "astronómicas", y las facciones críticas reclaman un referéndum interno sobre el nuevo modelo de financiación, cuando tal cosa exista; pero el presidente del partido, Puigcercós, parece priorizar el mantenimiento del statu quo y rechaza movimientos rupturistas. Montilla y Antoni Castells, por su parte, han prescrito silencio y manejan, con relación al eventual acuerdo, el tan peculiar como expresivo concepto de no-calendario.

Sin embargo, el efecto más deletéreo de este medio año de retrasos, de promesas rotas, de incumplimientos flagrantes y sucesivos, no es el de poner en evidencia la debilidad de los partidos que gobiernan la Generalitat, su impotencia ante la frivolidad y el oportunismo de Rodríguez Zapatero. No, lo peor ha sido el crecimiento exponencial del hastío y el desapego de los ciudadanos, los cuales han olvidado ya que de una mejor financiación autonómica dependen la cantidad y la calidad de sus servicios públicos, y tienden a creer que esa de la financiación es una querella endogámica entre partidos o entre gobiernos, una más, ajena a los intereses generales.

Una prueba la tenemos en los resultados del último estudio elaborado por el Centro de Estudios de Opinión (CEO) de la Generalitat, con fecha enero de 2009. Según ese trabajo demoscópico, sólo el 2,3% de los encuestados consideran que la "actuación prioritaria" del Gobierno catalán debería ser el nuevo sistema de financiación, siendo ésta la undécima y última entre todas las preocupaciones ciudadanas recogidas por la encuesta. No obstante, si nos fijamos en las 10 temáticas que el sentir de la calle considera mucho más importantes ("paro y precariedad laboral", "mejorar las políticas sociales", "acceso a la vivienda", "sanidad y seguridad social", "educación, cultura e investigación", "inmigración"...), resulta que casi todas ellas son inabordables sin una sustancial mejora de los recursos financieros a disposición de la Generalitat.

Es verosímil que un día, ya sea en marzo, en abril o en julio, el prestidigitador Zapatero extraiga de su chistera un modelo de financiación autonómica que el tripartito -siquiera sea en nombre del peix al cove- se vea en la tesitura de aceptar, más todavía bajo los embates de la crisis. Aun así, el desgaste habrá sido tan grande, las frustraciones tan numerosas y la ilusión tan escasa, que se tratará de un logro podrido. Y a la legislatura le quedará poco más de un año.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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