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Columna
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Sitios nombrados

Vicente Molina Foix

Los humanos somos más perezosos con nuestros bautizos que con nuestros lugares. ¿Cómo si no se explica la proliferación de javieres, de almudenas, de pacos y, más últimamente, de vanessas en el santoral (aunque no estoy seguro de que Vanessa fuese una santa), al lado de la infinita variedad nominal de los pueblos y villas donde nacemos? En un viaje reciente a Norteamérica, alguien me regaló un libro que por su nombre me pareció el típico regalo que uno se deja aparentemente olvidado en la habitación del hotel, porque ya llevas la maleta muy cargada y porque lo mismo así le haces un bookcrossing a la señora de la limpieza. Se llamaba Names on the land (Nombres en la tierra), y detrás de ese título que podía ser incluso poético venía un subtítulo desoladoramente prosaico: "Una relación histórica de los nombres de lugar en los Estados Unidos". Lo que pasa es que la misma noche en que me lo regalaron me puse a hojearlo, y ya no me desprendí de él; es apasionante. Escrito en los años 1940 por un tal George R. Stewart, tan buen estilista como topógrafo, me fui enterando después de que se trata para muchos lectores americanos de un clásico contemporáneo, y de ahí su inclusión en una excelente serie de reediciones que lleva publicando desde hace años la New York Review of Books.

Juan Benet, a 16 años de su muerte, se ha convertido también en profeta hidráulico

El de Stewart es el libro perfecto para el viajero en casa, que sin moverse de su butaca se dejará llevar vertiginosamente desde Osceola (Wisconsin) hasta Clinton (Missouri), pasando por Pancake (Pennsylvania) y París (Texas), que confirma, en efecto, que el nombre del villorrio fantasma de aquella excelente película de Wim Wenders era real como la vida misma de Nastassia Kinski y Harry Dean Stanton. Quizá las páginas más memorables de Names on the land sean las dedicadas a Truth or Consequences, que, lejos de ser el título de una perdida novela de Jane Austen, es el de una pequeña ciudad en el Estado de Nuevo México. La explicación de que esa población se llame Verdad o Consecuencias es más extraordinaria que el propio nombre. Truth or Consequences era un programa radiofónico iniciado en 1940 en la NBC y después convertido en un éxito nacional, hasta su trasvase posterior y no menos triunfal a la televisión. Pues bien, Ralph Edwards, el conductor de este concurso de sabiduría ("Di la verdad o atente a las consecuencias" sería la versión larga y más comprensible de su largo título), prometió un día que lo emitiría desde la primera ciudad estadounidense que se rebautizara con el título del programa, y una anodina Hot Springs se apresuró a hacerlo, quedando desde entonces en todos los mapas con el nuevo nombre.

En 1983, coincidiendo con la publicación de Herrumbrosas lanzas, el escritor Juan Benet, que, aparte de ser el mejor novelista español del siglo XX, ahora, dieciséis años después de su muerte, se ha convertido también en profeta hidráulico de nuestro país, hizo un mapa de Región, la provincia ficticia donde situaba la mayoría de sus narraciones. Ayudado por un dibujante y un rotulador, Benet mismo hizo el levantamiento (a escala 1:150.000), nombrando todos los accidentes geográficos y pueblos imaginarios regionatos, con guiños a algunos amigos y conocidos, que tenemos el honor de figurar en ese singular documento literario trasmutados en dehesa, pico o nudo ferroviario. Hay que decir, sin embargo, que la naturaleza no siempre imita al arte. En mis regulares excursiones de un día por la provincia de Madrid no deja nunca de asombrarme la calidad fonética de tantos de sus parajes. Algunos, a fuer de conocidos o por algún sambenito agrícola o sanitario, han cobrado un renombre superior a su nombre, desdeñándose así la belleza onomástica intrínseca de Ciempozuelos o Villaconejos. ¿Y qué me dicen ustedes, los que no sean de allí, claro está, de Titulcia, un pueblo de menos de mil habitantes y una larga historia romana, que se trasluce en su estupendo nombre, evocador para mí del de alguna emperatriz libidinosa? A ciertas poblaciones pequeñas situadas al norte de Aranjuez me da la impresión de que ya se puede llegar en metro, pero si vas recorriendo la zona por carretera verás otras que es probable que nunca lleguen a contar con estación propia: Ontígola, Los Cohonares, Carlijo Molelanes, que bien podría ser el sobrenombre de un contrabandista romántico. Mi favorito, por lo ético, es Humanes, que resulta estar más cerca de lo que parece: no entre Pinto y Valdemoro sino entre Parla y Fuenlabrada, próximo a Razbona y Mohernando y casi a un (largo) tiro de piedra de Moraleja de Enmedio, una moraleja menos opulenta que la de la capital.

Pero son raros los pueblos que se repiten, como los nombres que usted y yo llevamos, a veces heredándolos cansinamente de padres a hijos. Si yo tuviera uno algún día lo mismo le inscribía en el registro civil como Vicálvaro o Mejorada Molina. O le pondría, por seguirle la broma a Benet, Vicenbusto.

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