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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Segundo aniversario

Almudena Grandes

Le conoció hace dos años, en Nochevieja, una fiesta desastrosa, un piso demasiado pequeño para tantos invitados, descoordinación absoluta entre los encargados de llevar hielo y los de llevar comida, y el pintoresco criterio del trío encargado del alcohol. A la una y cuarto de la mañana había pacharán, tequila reposado, dos bolsas grandes de patatas fritas y doce bolsas de hielo, de escasa utilidad a la vista de las existencias. La dueña de la casa estaba a punto de llorar, su marido concentrado en consolarla, y una parte considerable de los invitados en el dormitorio matrimonial, viendo un resumen del Mundial. Entonces ella comprendió que tenía que hacerse cargo de la situación sin remedio, una vez más.

No le importó. Primero, porque estaba acostumbrada, y después, porque tampoco tenía mucho que hacer. La anfitriona desastrosa era una de sus mejores amigas del colegio y la había llamado dos semanas antes para invitarla a la fiesta y pedirle, de paso, que le hiciera tres docenas de bolitas de coco, de esas tan ricas que haces tú... Así que, aunque habría preferido no salir, allí estaba ella, con un vestidito negro y corto que le sentaba bastante bien, unos tacones discretos y su conciencia de chica invisible de veintinueve años, de esas que llevan más de diez dedicándose a poner copas en la primera parte de todas las fiestas para ocuparse de cuidar a los borrachos después. Porque ella, para qué mentir, era fea. Ni gorda ni flaca, ni alta ni baja, ni con gafas ni con ortodoncia, nada que pudiera arreglarse, corregirse, mejorar con el tiempo, no, sólo fea, frente exagerada, ojos pequeños, nariz grande, labios finísimos, barbilla puntiaguda, el pelo lacio, ni rubio ni moreno, el pecho más bien plano, las caderas más bien anchas, las piernas cortas, de pantorrillas musculosas y tobillos gordos, una mujer fea.

SU AMIGA, EN CAMBIO, ERA TAN GUAPA que siempre hacía de angelito en las funciones de Navidad del colegio, y quizá por eso, mientras su fiesta naufragaba, gimoteaba sin saber qué hacer. Ella sí sabía, siempre sabía, y no tardó un segundo en coger el abrigo, el bolso, e ir a decírselo con las llaves del coche en la mano, deja de llorar y no te preocupes, ahora mismo vengo, ¿qué quieres que traiga? Y entonces, un desconocido alto, moderadamente corpulento, de piernas largas y piel tostada, la cogió por el brazo y le dijo con naturalidad, espera, voy contigo. ¿Sí?, preguntó ella, muy sorprendida. Claro, ¿cómo vas a ir tú sola de compras a estas horas?

Tranquilidad, se recomendó a sí misma mientras los dos entraban en el ascensor. Y estaba tranquila, tanto que cuando él le dijo: y ahora que estamos solos, cuéntame qué piensas encontrar abierto hoy, a estas horas, enumeró con aplomo media docena de posibilidades, están las gasolineras y las cafeterías de los tanatorios, algunas tiendas cierran a las dos, la despensa de mi abuela, que es insomne, está siempre tan repleta como si mañana fuera a acabarse la comida en el mundo, y tengo una prima que trabaja en un bar. Él se echó a reír, ni así. ¡Ah!, ¿no?, ella también se rió, ¿qué te apuestas? Lo que quieras... Tres cuartos de hora después, cuando subían en el ascensor cargados de bolsas, él la miró, sonrió y le dijo que era una mujer increíble.

DESDE QUE GANÓ AQUELLA APUESTA ha perdido la cuenta de las apuestas que ha perdido contra sí misma. Porque primero pensó que era homosexual, pero no. Luego, que era impotente, pero tampoco. No tenía ninguna enfermedad crónica, ni física ni mental, no era adicto a prácticas sexuales peligrosas, no vivía con ningún pariente incapacitado, no estaba casado, no huía de la justicia, no era un psicópata, no le olían los pies, no era tonto, ni vago, ni miembro de una secta, ni siquiera daltónico. Su única rareza era que le gustaba montar en bici y por eso tenía la cara morena todo el año, nada más. Y sin embargo, ahí está, levantándose a su lado todas las mañanas, para que ella, al verle, se diga siempre lo mismo: no puede ser, no puede ser, y exprima su imaginación en busca de un último argumento, cualquier detalle oculto que haya podido pasársele por alto a sus amigas, a sus hermanas, a sus primas, a su madre, a todas esas mujeres que levantan las cejas de asombro cada vez que les ven juntos, y guardan un silencio más elocuente que las palabras un segundo antes de decir, ay, hija, qué bien, cómo me alegro por ti...

Al despertarse, desde hace ya más de dos años, él suele decirle que está muy guapa por las mañanas. Y cualquier día, ella empezará a creérselo, pero, aunque a la mujer fea que habrá sido hasta entonces le cueste trabajo aceptarlo, eso no va a hacerla más feliz. Afortunadamente, tampoco menos.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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