¿Dónde el ecumenismo?
Antes de ser elegido Papa, el teólogo Ratzinger llevaba décadas sosteniendo que no hay otro camino hacia la salvación que el de la Iglesia católica. Lo plasmó en un documento doctrinal emitido con el título Dominus Iesus (Jesús es el señor) en agosto de 2000, donde execraba del relativismo religioso y ponía sordina al diálogo con quienes no compartan la fe católica. El papa Ratzinger no ha rectificado un ápice, vaciando de contenido el incipiente ecumenismo de sus predecesores.
La Dominus Iesus no fue una encíclica papal, pero sí un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe ratificado por el Papa (entonces, el polaco Juan Pablo II) "con ciencia cierta y con su autoridad apostólica". Así rezaba el final del documento. El Vaticano escuchó entonces, como quien oye llover, las lamentaciones de las religiones que también se sienten parte de la iglesia de Cristo. Hubo, incluso, objeciones de fondo desde la propia jerarquía, entre otras la del famoso cardenal Martini. En contra de lo proclamado por Ratzinger, el entonces arzobispo de Milán escribió que "la salvación es posible al margen de cualquier iglesia, si cada uno sigue la gracia de Dios y la conciencia moral". También alzaron la voz, indignados, un centenar de teólogos, como Hans Küng y Díaz-Alegría. Les parecía que el documento doctrinal estaba "más próximo al Syllabus de Pío IX que al Concilio Vaticano II".
Las cosas han empeorado desde entonces, como si Roma se hubiera apuntado a la teoría del choque de civilizaciones del recientemente fallecido Samuel P. Huntington. Afortunadamente, no hay ya cruzados en nómina, como el anciano Barbarroja y el valeroso Ricardo Corazón de León, por parte romana, o el gran Saladino en las filas de Mahoma.
Pero se alza, imponente, aquel: "Fuera de la Iglesia no hay salvación", del obispo san Cipriano de Cartago (siglo III). El Vaticano II replicó en 1965 que la libertad religiosa y de conciencia son derechos humanos fundamentales. Dos años antes, Juan XXIII había hecho los primeros gestos ecuménicos acudiendo a rezar a la Sinagoga de Roma. Fue todo un acontecimiento. En la noche que precedió a su muerte, el 3 de junio de 1963, el rabino jefe devolvió el gesto acudiendo a la plaza de San Pedro, junto a un grupo de fieles judíos, a rezar y velar por el pontífice moribundo.
Queda poco de aquel diálogo interreligioso. Incluso menudean los episodios que lo espantan más, como los de los últimos meses. Si hay poca voluntad de convergencia con las numerosas iglesias que hunden su origen en el judío crucificado por orden de Pilatos en la Palestina de hace unos 2000 años, no queda ninguna hacia el judaísmo y el islam, las otras dos grandes confesiones del viejo y sangriento conflicto
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