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Columna
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Estatuaria

Todas las estatuas son tristes, todas las estatuas son mausoleos, construcciones póstumas y funerales, sólo a los dictadores les suelen entronizar en vida para reafirmar aún más su insoportable ubicuidad y sus fatuos deseos de inmortalidad, pero todas las estatuas están muertas. De las estatuas ecuestres sólo sobreviven los caballos, inocentes criaturas sobre las que el escultor pudo ejercer su libertad sin exponerse demasiado a los caprichos del autócrata de turno. El general Franco, orondo y paticorto, tenía mala figura para la hípica, más de Sancho Panza que de Quijote; o el caballo quedaba demasiado grande o el caballero demasiado pequeño y cuando se resaltaba la traza del jinete era a costa de reducir el tamaño del equino hasta convertirlo en rucio o en poni.

Las estatuas de a pie siempre están expuestas a la acción de los elementos, respiran malos humos

Las estatuas producen casi siempre tristeza y a veces rabia. Tristeza y rabia me asaltan al pasar junto al busto a pie de calle, de Pablo Iglesias, desnarigado aún, en la confluencia de la avenida de la Reina Victoria con la que lleva su nombre. Los ataques vandálicos a la poderosa cabeza del patriarca socialista comenzaron a los pocos días de su inauguración en el año 2001. No era la primera vez que "El Abuelo" sufría en efigie el asalto de los vándalos, durante la guerra incivil fusilaron su imagen de piedra, que fue enterrada más tarde por algunos correligionarios en los jardines de Cecilio Rodríguez del parque del Retiro. El busto de Reina Victoria es una réplica del original que conserva a buen recaudo el PSOE madrileño en su sede de Ferraz, la cabeza de rotundas proporciones es obra del poderoso escultor Emiliano Barral y parece esculpida para afrontar la erosión de los siglos que a veces dulcifica los rasgos de los héroes y otras les cubre de lepra. Las palomas también depositan su juicio disolvente sobre algunas estatuas en forma de excrementos deletéreos.

A Pablo Iglesias le extirparon la nariz a martillazos los energúmenos hace más de un año sin que el Ayuntamiento de Madrid, presunto guardián del patrimonio urbano, haya tomado cartas en el asunto. Al alcalde Ruiz-Gallardón hay que agradecerle su desinterés por la estatuaria monumental: el recuerdo de los desmanes perpetrados en materia escultórica por su predecesor, Álvarez del Manzano, sigue provocando en las personas sensibles un espasmo a medio camino entre el horror y la irrisión. Su Violetera, situada durante algún tiempo, siempre excesivo, en la vital encrucijada de Alcalá y Gran Vía, podría haber sido la primera estatua erradicada del espacio público urbano por consenso popular. A la insoportable fealdad del engendro se unía la mala voluntad política, el revanchismo de cajas destempladas. La rechoncha violetera era una caricatura, más monigote que retrato, de Celia Gámez, la que cantaba el "Ya hemos pasao" al compás de los ejércitos franquistas que entraban en el Madrid del "No pasarán".

La perpetuación del desaguisado que le hicieron al busto de Pablo Iglesias es una herida abierta a dos pasos de la antigua barriada obrera de Cuatro Caminos. Bajo la coartada de la tradicional incuria, municipal y espesa, se desliza la sombra de la duda, la sospecha de la malevolencia y de la injuria. Entablillar y reponer las venerables y sufridas narices del líder socialista no es obra de misericordia sino de justicia, exigible y urgente, aunque parece que nadie lo exige ni lo urge. Las estatuas de a pie siempre están expuestas a la acción de los elementos, respiran malos humos pero avizoran a ras de suelo la vida cotidiana. Las estatuas ecuestres y las que se elevan sobre altos pedestales, miran el mundo que dejaron con displicencia.

La gente de Madrid siempre ha sido muy suya con las estatuas. Apadrinaron, por ejemplo la de Espartero, no por la bizarría del Duque de la Victoria, ni por su porte, ni por sus gestas, sino por los atributos del caballo que usurpó su fama y su hombría. Cuestión de huevos y de tamaños, los madrileños apadrinaron también a Cascorro aunque muchos no supieran que el soldadito inclusero se llamaba Eloy Gonzalo y lo de Cascorro fue una batalla lejana en la que el héroe se convirtió en precursor del cóctel molotov con su lata de gasolina y su antorcha, que se convirtieron por primera vez en emblemas heráldicos. Otro favorito es el Ángel Caído del Retiro, porque los madrileños están acostumbrados a ponerle una vela a Dios y otra al diablo, costumbre que inquietaba al piadoso alcalde Álvarez del Manzano que fomentó la erección de un monolito a la Virgen para contrarrestar sus "malas vibraciones". Vade retro.

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