El mayor asesino de masas
El hombre mide 1,74 metros; su mirada es acuosa; la mandíbula, indefinida; el apretón de manos, blando. Creía que el universo se originó por una mutación de hielo, se entusiasmó con la radiestesia y quiso sustituir el cristianismo por una especie de germanismo. En tiempos normales, la vida del ingeniero agrónomo Heinrich Himmler habría transcurrido al margen de la sociedad burguesa. Pero el muniqués, nacido en 1900, vivió en los primeros 45 años del siglo XX, una época de extremos. Así, este sujeto estrafalario llegó a convertirse en "jefe supremo de las SS"; el hombre más temido de Europa, el ejecutor de los planes de Hitler. "¿Es judío?", preguntó Himmler en 1941 en una visita al frente oriental a un prisionero ruso y rubio. "Sí". "¿Hijo de padre y madre judíos?". "Sí", respondió el pobre hombre. "¿Tiene algún antepasado no judío?". "No". "Pues no puedo hacer nada por usted". Fue asesinado de un tiro. Así era Heinrich Himmler. Este bávaro débil y enfermizo demostró ser el más radical de los radicales de Hitler, un incansable propulsor de la muerte. La peculiaridad del Holocausto -el exterminio de seis millones de personas como objetivo de Estado, ejecutado en parte mediante un procedimiento burocrático-industrial- se mantendrá siempre asociada a su nombre.
Fue el nacionalsocialista más poderoso después del führer: jefe de casi tres millones de policías, comandante de más de 600.000 hombres de las Waffen-SS [cuerpo de combate de élite de las SS], y superior de unos dos millones de soldados que recibían instrucción en el ejército de reemplazo de la Wehrmacht [fuerzas armadas alemanas]. Además, era empresario (las SS poseían más de cien empresas), ministro del Interior y jefe del Ejército. Por todo esto, sorprende que hayan transcurrido más de 60 años hasta aparecer en el mercado la primera biografía de Himmler rigurosamente documentada. Su autor es Peter Longerich, historiador alemán de la Universidad de Londres y uno de los más relevantes investigadores del Holocausto. Longerich pudo consultar más material privado que ningún otro biógrafo de un nacionalsocialista. Himmler llevó un diario íntimo desde su infancia; se conservan su lista de lecturas de 1919 a 1934, su correspondencia con amigos y familiares, parte de su calendario de servicio y una gran cantidad de actas.
El investigador lo aprovechó todo; ningún otro ha logrado penetrar tan profundamente en la psique de un criminal de las SS, y menos de uno de sus líderes. El resultado de este trabajo es el retrato de una persona con "rasgos de carácter anormales", que en los años veinte se sume en un mundo de fantasía racista. En ese mundo que debía someterse al dominio de los germanos no había lugar para judíos, eslavos, homosexuales o discapacitados, los llamados "asociales", "los seres inferiores"; incluso los cristianos creyentes le molestaban. Y éste es uno de los nuevos y terribles hallazgos de Longerich: para Himmler, el Holocausto era sólo el "punto de partida" para otros crímenes colosales con millones de víctimas que se habrían perpetrado si los aliados no hubieran puesto fin al régimen en 1945.
Al comienzo de esta carrera de violencia, nos encontramos con un muchacho torpe, alumno modelo nada dotado para el deporte. La casa paterna, conservadora y monárquica, le transmite ambición, disciplina y perfeccionismo. El joven Heini lleva un diario donde anota minuciosamente cuántas veces va al mar en vacaciones o qué regalos recibe en Navidad. Dos décadas después, registra los obsequios a sus subalternos o dispone que las prisioneras del campo de Ravensbrück deben recibir 75 azotes "en el trasero desnudo". Longerich vislumbra tras esa "necesidad de reglas y control" una profunda debilidad de los lazos afectivos. En la pubertad, el hijo del profesor aspira a entrar en el ordenado mundo de la milicia. Estalla entonces la I Guerra Mundial y Heinrich quiere convertirse en oficial. Recibe instrucción y envía a su madre cartas lacrimosas ("qué mal que una vez más no me hayas escrito").
Longerich diagnostica ahí un "anhelo insaciable de afecto" que el futuro genocida intentará compensar con autocontrol. "No quiero ser débil, no quiero perder nunca los estribos", escribe. Quien busque los orígenes de su crueldad tendrá que empezar por aquí, pues en adelante, Himmler tratará de reprimir toda forma de empatía que interfiera con sus objetivos políticos. Luchador frío, inquebrantable e idealista, Himmler es un perfecto representante de la generación de 1900, a la que pertenecen también Albert Speer, Martin Bormann y muchos otros nazis destacados. Todos ellos despreciaban la pompa del imperio que se desmoronaba, al que achacan el haber perdido la guerra. El joven Himmler ve en esta derrota la verdadera tragedia de su existencia, la ruina de su carrera como oficial. Nada extraño que, cuando la República de Weimar sustituye al imperio, el guerrero frustrado esté del lado de los enemigos de la democracia. Himmler confía en que se volverá a recurrir a las armas "en un par de años". Hasta entonces, estudia agronomía, se entrena en tiro y marcha en un cuerpo paramilitar. En plena efervescencia, lo que le atormenta no es sólo la incertidumbre ante su futuro, sino el apetito sexual, ya que pretende conservar su virginidad hasta el matrimonio. Experimenta las sugerencias, "sin éxito", de una prostituta como algo "sumamente interesante". Sobre la mujer de un compañero escribe: "Podría haberla poseído". Con un amigo discute: "Lo peligroso de esas cosas es que cuando se está unido, cuerpo con cuerpo, persona a persona, ardientemente, uno se inflama de tal manera que hay que hacer un esfuerzo por conservar la razón". Cuando, en 1927, la enfermera Marga, siete años mayor que él, lo redime, él le confiesa que le encantaría ser por una vez "bandido e indecente". Longerich establece un vínculo entre estas inhibiciones y su deriva hacia la subcultura paramilitar de los radicales de derechas. En efecto, Himmler huye una y otra vez de su frustración amorosa con fantasías de violencia. Tras una noche de carnaval, apunta: "Uno nota la sed de amor y lo difícil que es, y la gran responsabilidad que exige el unirse a alguien, el elegir a una persona. Entonces pienso: ojalá volvieran los tiempos de lucha, de guerra, de marcha de tropas". En otro pasaje, cuando acaba de ser rechazado, escribe: "Si ahora pudiera combatir, sería un placer para mí".
Y luego, los acontecimientos se precipitan. En el verano de 1922 comienza la vertiginosa devaluación del marco alemán, que acaba en 1923 con hiperinflación. A la familia Himmler no le llega el dinero. El hijo debe trabajar. Se trunca su sueño de ser oficial. Lo oscuro de su personalidad empieza a manifestarse. La precisión se torna en ansia de control; la tendencia a la crítica, en arrogancia insolente; el fervor, en fanatismo. Sus amigos lamentan esta transformación. Su novia se extraña de su radicalismo: "¿Por qué quieres, sediento de sangre, empuñar el cuchillo?". Himmler se abandona a la fiebre de parapsicólogos y redentores. Parado y en la casa paterna, lee sobre péndulos, astrología, telepatía; devora literatura barata de derecha radical: el Manual de la cuestión judía, de Theodor Fritsch; o las obras del teórico de la raza Hans F. K. Günther, en las que habla de "héroes llenos de odio" del siglo XX con derecho a "exterminar y quemar". Himmler apunta: "Expresa lo que siento y pienso". Una cruda imagen fantástica va adquiriendo forma en su mente: el futuro de Alemania consiste en colonias rurales germanas ("entonces, la tierra nos pertenecerá") pobladas por personas de "raza nórdica".
Hasta el momento, no ha asesinado a nadie. Pero están los cimientos. En 1924, el führer aparece en sus apuntes ("un verdadero gran hombre") y se afilia al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP). Le nombran secretario en la Baja Baviera, y lo organiza tan bien, que en 1926 asciende a vicedirector de propaganda del Reich. Incansable, viaja por pueblos, visita grupos, y se casa en 1928 con la enfermera Marga, que poco después da a luz una niña. El dinero escasea, y ella escribe: "Querido, creo que el hombre malo tendrá que procurar que se ahorre en esta casa. Ya sabes que la mujer mala gasta siempre demasiado". Los Himmler se aventuran en el negocio de la cría de aves. En sus cartas se trata a menudo el tema de los huevos: "Las gallinas ponen muy mal".
Las penurias acaban cuando los nazis se convierten en partido popular y Himmler obtiene en 1930 un mandato en el Reichstag con dietas. Hitler ya aprecia su celo y lealtad ("un chico extraordinariamente útil"), y Joseph Goebbels, el jefe de propaganda del Reich, anota en 1930: "No es extremadamente inteligente, pero sí diligente y formal". De este modo, Himmler logra asumir la dirección de las Schutzstaeffel: las SS, unos cientos de jóvenes activistas del partido, sin peso político, con la tarea de proteger a Hitler y a otros líderes nazis. Pero Himmler transforma la orden de la calavera en una fuerza incondicionalmente adicta al liderazgo. De los 280 hombres en 1928 se pasa, hasta la llamada Toma del Poder, a 50.000. Con cada hombre, crece la importancia de Himmler y las proporciones de su futura máquina de la muerte. Él no es un personaje carismático, ni un tribuno del pueblo, ni un demagogo arrebatador como Goebbels. El jadeo del populacho, las masas hipnotizadas no son su mundo. Él cuenta con otros talentos: pocos escrúpulos, nervios firmes, es despiadado. El mal se oculta tras la máscara de lo banal. En 1936, Hitler lo nombra jefe de la policía alemana. A mediados de los treinta, unos 3.000 prisioneros malviven en los campos, inusualmente pocos comparados con los nazis. Es entonces cuando Himmler empieza a murmurar sobre "autores intelectuales" e "inspiradores" de "los seres inferiores", contra los que hay que actuar de forma preventiva. Hitler, igualmente racista y teórico de la conspiración, se convence rápido. Pronto comienzan a llenarse. El 9 de noviembre de 1938, los nacionalsocialistas demuestran de lo que son capaces durante la noche de los cristales rotos. La turba de uniforme marrón destroza comercios judíos, quema y derriba más de 1.400 sinagogas. Al pogromo le sigue una ola de leyes antisemitas y Himmler se muestra como un racista radical que -como se revelará luego- ya había preparado sistemáticamente a sus hombres para otro tipo de crímenes.
Cuando en 1939, el Tercer Reich invade Polonia, ha llegado la guerra y el momento: la retórica de la lucha cultivada durante años se transforma en matanza en masa. Hitler lo designa en 1939 comisario del Reich para la consolidación de la nación alemana, con la responsabilidad de "crear nuevas zonas de asentamiento alemanas". Himmler siente "gran alegría" y se pone a ello. Como si de piezas de juguete se tratara, desplaza del mapa a pueblos enteros. Despliega una energía inagotable y aprovecha las posibilidades técnicas del siglo XX: aviones, coches, un tren especial con el nombre de "Heinrich". Viaja a Europa del Este a enardecer a los suyos. Allí donde se detiene, las víctimas aumentan. Al principio, sólo se fusilaba a hombres judíos, pero a partir de agosto de 1941, también a mujeres y niños: "No tenía derecho a exterminar a los hombres y dejar que los niños crecieran y se vengaran de nuestros hijos y nietos". Suceden escenas increíbles. Himmler ordena a las SS en Bielorrusia "arrojar a las mujeres judías a los pantanos". Ellos notifican: "No tuvo el éxito esperado; los pantanos no son suficientemente profundos para permitir que se hundan".
A algunos verdugos, el cuerpo se les rebela: depresiones, trastornos digestivos, desórdenes nerviosos. "Cólicos del Este" llaman a estas consecuencias psicosomáticas del crimen. Las SS poseen un sanatorio en Karlsbad donde los altos mandos se reponen de los asesinatos. Himmler prescribe a sus subordinados pan tostado y nada de patatas cocidas. Así se mantenía uno en forma para el Holocausto.
© Der Spiegel
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