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Columna
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Sombras de sombras

El patriarca retransmitía con verborrea radiofónica etapas ciclistas que siempre ganaba Bahamontes

Vanesa persigue al sol pálido y esquivo que abre a su paso efímeros retales de luz por las esquinas de esta calle oscura y céntrica, lóbrega vaguada que transita de levante a poniente en las proximidades de la Gran Vía, sumidero en el que confluyen deshumanizados desechos mendicantes arrojados a los márgenes de la arteria principal, emporio de todas las franquicias vestimentarias y cementerio de las paquidérmicas salas cinematográficas que resucitan transmigradas en bazares y centros comerciales.

Vanesa muda cada mañana varias veces su nido de plásticos y mantas. Aovillada, dormita ahora junto al cajero automático, mas no tardará mucho en trasladarse al helado mármol de los umbrales de un teatro, a dos pasos del único bar de la calle que le proporciona hospitalidad, café con leche, un bollo y unas briznas de conversación, deshilvanada como ella; el cigarrillo correrá a cargo de uno de los parroquianos con los que comparte mostrador todos los días en un rincón, al lado de la puerta.

Vanesa conoce cada centímetro de acera de esta calle mejor que los gorriones y las palomas, Vanesa es un jirón de humanidad deshilachado de la trama social, esqueleto volátil que se sustenta en el suelo por las capas de ropa que abrigan su desmedrada y lacerada encarnadura y entre las que asoma su calavera desdentada y coronada por una enmarañada madeja de pelo descolorido y lanoso. Este ovillo pajizo es el único elemento que delata una presencia humana bajo el montículo de guiñapos que forma Vanesa cuando se acurruca en una esquina de su heliocéntrico itinerario, por la acera de los pares, la que mejor recibe el sol de la mañana. Miento, de vez en cuando también asoman del bulto sus pies descalzos, curtidos y agrietados como sus manos y su rostro, hundido, cóncavo, minado por la enfermedad y la desnutrición. La tercera estación de su vía crucis diurno, no quiero especular sobre lo que serán sus noches, la efectúa Vanesa junto a un buzón de correos que hoy empapelan los carteles de un concierto contra la pobreza y la marginación.

Estos últimos días, fríos y ventosos de otoño, Vanesa se ha ido encogiendo cada vez más hasta adoptar la posición fetal bajo su amasijo de trapos. El frío ha echado de la calle, quién sabe si de la vida, a su compañero de infortunios, un viejo alcohólico que, mejor abrigado, solía acampar a la sombra en la acera de enfrente. Mendigo de traza galdosiana, melenudo y barbado como santo de iglesia y embebido generalmente en un monólogo no siempre inconexo. En sus mejores momentos el patriarca retransmitía con verborrea radiofónica etapas ciclistas en las que siempre ganaba Bahamontes y partidos de fútbol en los que siempre marcaba Di Stéfano. Al locutor también le dan cobijo y café con leche en este bar hospitalario y esquinado, siempre muy concurrido aunque nunca hayan necesitado poner gorilas para controlar el acceso a las nieblas de tabaco que se espesan de la buena mañana hasta la turbia madrugada en el establecimiento.

La profesionalidad, el talante, la experiencia y el castizo desparpajo de sus empleados suelen bastar para contener la marea dentro de sus límites, sin más exclusiones que las forzosas, dictadas por las leyes y las buenas costumbres. El arte de torear a los pelmazos, apaciguar a los bronquistas, confraternizar con los buenos clientes y disuadir a los malos no se aprende en academias ni se evidencia en los tests, se hace día a día, con paciencia y tolerancia, con la vista afinada, la lengua suelta y el oído atento, cualidades de los buenos camareros, estirpe en vías de extinción aunque se multiplique el número de los que ejercen el oficio.

El bar es mi bar, y la calle mi calle, no por posesión, sino por afiliación voluntaria. Aquí suelo tomar mi desayuno tardío mientras leo el periódico sin dejarme llevar por los cantos de las sirenas del Samur, que ponen la música de fondo habitual por estos contornos. A dos pasos de aquí tiene su residencia la Esperanza, guay de Bombay, la condesa descalza que perdió en la fuga sus zapatos y al portador de sus zapatos de repuesto, palaciego oficio que suele ejercer su jefe de gabinete, gajes del protocolo.

En el periódico de un hoy que era domingo se afirma que el Gobierno regional está a la cola autonómica en prevención del sida y en cabeza en cuanto al número de afectados, uno de cada cuatro pacientes del VIH reside en la Comunidad de Madrid para su desgracia. El diario de la mañana, este diario, aviva la memoria y combate la desmemoria del gobierno regional. El Plan de actuaciones frente al VIH-sida de la Comunidad caducó el año 2007, el nuevo aún está sin elaborar. No hay prisas, no hay vergüenza.

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