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LA ZONA FANTASMA

Hacia la fosilización

Javier Marías

El Profesor Francisco Rico, hombre muy salado y de gran saber, es uno de los amigos que más me insiste en que me pase "de una puta vez" -con frecuencia es malhablado, por juego- al ordenador y al e-mail. No es el único, sin embargo, y también son numerosos los desconocidos que se permiten recomendarme lo mismo, por suerte sin tacos por medio. A estas alturas casi nadie comprende mi resistencia y cada vez se me mira más como a un fósil, con creciente motivo, supongo: la máquina de escribir electrónica que llevo años empleando, una Olympia modelo Carrera de Luxe, ha dejado de fabricarse, y, tras jubilar la última, a la que di un tute monstruoso durante la escritura de mi novela de mil seiscientas páginas Tu rostro mañana, no parece haber forma de sustituirla, pese a mis pesquisas, las de mis editores, las de mi agente literaria y las de una amable y sagaz procuradora llamada Reyes Pinzás, que es quien se está acercando más al objetivo. Si la cosa no se remedia, tendré que pasarme a otro modelo. Pero ya preveo que de aquí a unos años es posible que todos se hayan retirado del mercado.

No crean que no he probado a teclear en un ordenador. No me gusta y me resulta incómodo, en contra de lo que le pasa a todo el mundo (soy un anormal). Además, me molesta no escribir sobre papel y no poder hacer sobre él tachaduras, llaves, flechas y garabatos al corregir a mano -todo queda a la vista, y se puede restituir fácilmente lo escrito de entrada, lo cual no es nada raro-. Pero, sobre todo, si algo me reafirma en mi resistencia son las variadas tragedias de que me llegan noticia: virus criminales, amenazas a la privacidad, pérdidas de textos por descuido, ordenadores que se quedan muertos durante días y que no hay forma de reanimar hasta que aparece un experto y aun así; y, lo peor de todo, los e-mails. Hace un par de meses este diario sacó un reportaje de Javier Martín, titulado "Angustiados por el e-mail", en el que daba cuenta de la fuente de infelicidad permanente en que este medio se ha convertido, hasta el punto de que la Facultad de Psiquiatría de Londres ya ha bautizado la dolencia como "infomanía" y algunos psiquiatras norteamericanos piden que sus síntomas se incluyan oficialmente en el Manual de Desórdenes Mentales. Me imagino que los aquejados son los que hacen mal uso de algo en sí mismo neutro -como sucede con casi cualquier adicción-, pero da la impresión de que apenas queda nadie que sepa o pueda hacer buen uso, dado el alud de correos electrónicos que recibe todo el mundo, independientemente de su importancia o sus responsabilidades. Lo normal es que cada trabajador emplee entre una y tres horas diarias en leerlos, atenderlos y responderlos, y lo más grave es que, por muy diligente que sea y mucho atracón que se dé, jamás tiene la sensación de haberlo despachado todo y haber dejado limpio su e-mail. Cada contestación suya le trae por norma otra de la persona a quien se la mandó, fuera esta última necesaria o no, y las nuevas solicitaciones siguen entrando sin parar. Es una tarea de Sísifo (ya saben o quizá ya no saben, aquel Rey de Corinto tan astuto que hasta logró encadenar a la Muerte cuando vino por él, impidiendo de paso que durante un breve periodo muriera nadie, y que luego, en el Hades, fue condenado a subir una gigantesca piedra hasta la cima de una colina para, una vez alcanzada la meta, verla rodar cuesta abajo y volver a empezar el fatigoso ascenso, y así eternamente), que crea en los trabajadores la desagradable psicosis de haberse deslomado para no terminar nunca nada y tener siempre algo pendiente.

Según una consultora norteamericana, los trabajadores de su país son interrumpidos una media de once veces por hora -aquí se incluyen las llamadas telefónicas y las distracciones de los compañeros, pero la mayoría se deben al dichoso e-mail-, lo cual significa ochenta y ocho veces por jornada y una cada menos de seis minutos, algo pésimo para la eficacia y la concentración. Este descentramiento perpetuo, está comprobado, hace que el trabajador cometa muchos más errores, lo cual multiplica a su vez el número de comunicaciones para rectificar y deshacer entuertos. Sin apenas exagerar, se puede decir que nadie hace ya su trabajo o que el tiempo se nos va en "prepararnos" para hacerlo y en quitarnos de en medio obstáculos para su realización. Y a esto se suma la parte de vicio, adicción, enganche, pavor a estar solo, pánico a pensar o como quieran llamarlo: con las blackberries que la gente lleva encima, resulta que el correo electrónico es consultado compulsivamente desde cualquier lugar: el 53% de los norteamericanos lo mira en la cama, el 37% en el cuarto de baño, el 12% en la iglesia, el 43% nada más levantarse y el 40% en mitad de la noche, para lo que muchos se despiertan con el corazón palpitante y pierden horas de sueño.

No dudo de las extraordinarias ventajas del ordenador y el e mail, pero, francamente, no me compensan respecto a sus innegables riesgos y servidumbres. Si a mí se me interrumpiera cada seis minutos mientras estoy escribiendo, me rendiría a diario y me pasaría una jornada tras otra sin añadir una línea y pensando: "A ver si mañana tengo el día más despejado", y así hasta el de mi muerte, seguro. En una palabra, sé que sería incapaz de escribir una novela más. Lo cual, por otra parte, les parecería de perlas a unos cuantos. La verdad es que sería una buena obra, tranquilizarlos.

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