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Columna
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La pirámide de Uribe

¿Estará comenzando a desplomarse la impresionante pirámide de Uribe? Uno de los fenómenos políticos más notables del siglo XXI es el éxito del presidente colombiano, Álvaro Uribe. Los críticos de su doble mandato no han cesado de predecir el próximo fin de su excepcional fortuna, que lo ha mantenido en cotas de aprobación superiores al 70%, para verse desmentidos una y otra vez por las encuestas.

A favor de una mejora indiscutible de la seguridad pública, bien que fenómeno tanto o más psicológico que material, y de una recuperación de la confianza en sí mismas y en el país de las capas medio-altas de la sociedad, el líder colombiano ha cabalgado sobre todas las crisis: el procesamiento y prisión de varias docenas de parlamentarios afectos; una desmovilización de miles de paramilitares que no sólo no han desmontado sus negocios fraudulentos, sino que aún son hoy más arrogantes en su colonización de la legalidad; un referéndum multiuso perdido; el rechazo a su reforma de la justicia; y lo penúltimo, su habilidad, pero de limitado vuelo, para mantener al país sobre ascuas en torno a si tratará o no de someterlo a un tercer mandato. Los acontecimientos, sin embargo, de las últimas semanas, con su culminación en un gigantesco timo nacional, la llamada pirámide -bien conocida de la credulidad española y portuguesa- deberían por fin hacer tambalearse esa imponente obra faraónica.

Ha rendido un importante servicio, pero tiene que quedar claro que no debe buscar un nuevo mandato

La última oleada tendría que ser mortal. El movimiento de fondo ha sido el maremoto financiero vinculado a las políticas y pasividades del genio tutelar del líder colombiano, George W. Bush, con la subsiguiente derrota de su candidato, John P. McCain, en su carrera a la Casa Blanca. El cambio de Administración en Washington no es sólo un avatar, sino un cambio de guardia, una forma diferente de mirar al mundo que no incluye al Gobierno de Bogotá en su nómina de agraciados; y que por ello no va a procurar financiación para la guerra, ni cobertura diplomática mundial. Más en la superficie, pero con los efectos de una bomba de fragmentación, está el escándalo de los generales: varias decenas de altos oficiales destituidos por su creatividad a la hora de contabilizar bajas enemigas. La Administración colombiana, incapaz de dar el golpe de gracia a las FARC, había caído, como la del presidente norteamericano Lyndon B. Johnson en Vietnam, en un espejismo aritmético: el número de enemigos ultimados, apilándose hasta elevar una muralla china de cadáveres para generar el convencimiento de que la guerrilla no podía fabricar reclutas a igual velocidad; y miles de ellos eran simples transeúntes, así convertidos en difuntos miembros de la insurgencia.

Uribe se supone que no lo sabía; pero entonces, más graves son las cosas porque el comandante en jefe que no se entera es igual de responsable, y ¡faltaría más! que al despejarse la letrina no se procediera contra los culpables. Pero ni siquiera esa asunción de responsabilidades cierra el caso, porque es bien sabido que el presidente nunca estuvo enamorado de sus militares. Personalidad conocedora dijo hace unos años en una cena bogotana que Uribe tenía la peor opinión de muchos de sus generales, que sus manejos eran de juzgado de guardia, y que sus esposas llevaban abrigos de visón.

La pirámide responde, de otro lado, a una cierta uribización de Colombia; es la fe en un providencialismo personalizado capaz de sanar todos los males, el caudillismo milagrero administrado como curalotodo al cuerpo doliente de la patria; pero no hay atajos terapéuticos. Uribe no es, por supuesto, culpable de que sus compatriotas hayan contribuido con más de 600 millones de euros a hacer regia la estafa, pero el tercer mandato debería pertenecer a ese dominio ilusionista en el que los capitales se triplican a descomunales intereses.

El presidente ha rendido un importante servicio al país desde su elección en 2002, pero ahora, cuando menos, debería quedar claro que no puede ni debe buscar un nuevo periodo porque las razones en contrario son apabullantes. A saber: Obama, elegido poco grato presidente de Estados Unidos; la conflagración financiera que no va a favorecer la continuada expansión de la economía colombiana; la aterradora y falsa contabilidad de bajas; y, coronándolo todo, una paparrucha de pesos caídos del cielo como metáfora de un fin de reinado. A Colombia le conviene una elección lo más abierta posible en 2010, entre quienes representen al uribismo y los que se desprendan de la oposición. Sin la pirámide de Uribe.

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