El penúltimo maestro

"La literatura no está para dar a conocer la realidad de los países latinoamericanos, para eso está Halcón Viajes, que te proporciona billetes baratos". Roberto Bolaño, que frecuentaba poco los saraos de escritores, dijo esto en un encuentro de narradores latinoamericanos celebrado en Sevilla en junio de 2003, es decir, pocas semanas antes de su muerte. Aquellas jornadas -que dieron lugar al volumen Palabra de América (Seix Barral)- fueron inauguradas por Guillermo Cabrera Infante y contaron con la participación de autores nacidos en los alrededores de los años 60 como Rodrigo Fresán, Santiago Gamboa o Iván Thays. Su conclusión fue rotunda: el nuevo maestro era Roberto Bolaño. Sin pretenderlo y casi a su propio pesar, el escritor chileno se había convertido en el eslabón perdido entre dos generaciones. Aunque el mundo no se diera por aludido, narradores como Juan José Saer, Di Benedetto, César Aira o Fogwill habían demostrado ya que entre Macondo y McOndo había vida inteligente. Pero tuvo que llegar Bolaño para poner boca abajo para siempre las viejas controversias entre regionalismo y cosmopolitismo, alta cultura y cultura pop, Borges y Manuel Puig. Saltándose el muro de la identidad -otra losa-, sus novelas ingresaron en el "realismo visceral" sin ceremonia de iniciación, es decir, escribiendo con las propias vísceras y adoptando el negro como color local, que, como dice Ricardo Piglia, otro grande, es el nombre que algunos dan a la pobreza. Novelista que empezó como poeta y nunca dejó de serlo, chileno recriado en México y asentado en España, nadie más ajeno que él a la figura de cera del escritor nacional. Con permiso de Viajes Halcón, América Latina está en su obra como lo está la poesía, no como un decorado sino como un ingrediente, una herencia -y él ya es parte de ella- a la que rendir culto retorciéndole el cuello.
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