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Columna
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La era atómica

En una ocasión un periodista me interrogó sobre los tres acontecimientos que yo consideraba cruciales en la historia de Andalucía. Uno de ellos fue la lluvia de plutonio sobre Palomares, en Almería, un diciembre en blanco y negro de 1966. Cuando el periodista se interesó por los motivos de mi opción argumenté que aquel remoto desastre había supuesto el ingreso de nuestra comunidad, y por ende de todo un país, en la era atómica. Recordar Palomares significa infaliblemente regresar al delirante bañador de Fraga y a media docena de señores calvos que se enfrían en las playas del Nodo, y a una estrategia de lavado de cara que, con los primeros atisbos del bikini, la avalancha de seiscientos, la invasión de cemento y rubias nórdicas que convirtieron la costa de Málaga de paraíso natural en prosperidad y contaminación, forma parte de los hitos imprescindibles de la última dictadura franquista. Sorprende comprobar cómo en las hemerotecas la presencia del desastre cedió ante otra cuestión más ubicua y perentoria, la de demostrar que aquello no era desastre en absoluto: la carga letal del armamento extraviado dejó paso a la seguridad taxativa de las playas españolas de las que ningún veraneante de espíritu verdaderamente patriótico tenía derecho a dudar, las penosas labores de rescate y limpieza cedieron el puesto al disfrute del sol y la arena, encarnado en el ejemplo del mismísimo ministro de Información y Turismo, y en la memoria colectiva Palomares terminó por convertirse en sinónimo de un simpático contratiempo, una anécdota que por fortuna no logró interrumpir el amanecer económico tanto tiempo demorado.

Acabo de enterarme de que la productora yanqui Miramax anda aliñando un guión sobre los sucesos de Almería que, si todo funciona como debe, se convertirá en película en cuestión de un año. El mundo de Hollywood no suele caracterizarse por sus dotes para la denuncia, y naturalmente el producto rehuirá las aguas revueltas: por lo que he sabido la producción, cuyo título provisional es el de Muchas gracias, Bob Oppenheimer, será obra de Mark Gordon, curtido en citas bélicas como la del soldado Ryan de Spielberg, y se propone recuperar la historia del desastre ambiental sólo como telón de fondo para una trama romántica, o algo que permita que un par de actores se besen. La visión amable, almidonada y trivial de la catástrofe continúa sin más interferencias, lo que no deja de resultar alarmante observado desde la distancia que nos otorgan otros espantos de aspecto similar.

Me pregunto si la Fox se atreverá algún día a plantear una historia de amor y cuernos cuyo trasfondo sea ocupado por el desierto radiactivo de Chernóbil, o si la televisión autonómica gallega reunirá arrestos para aprovechar el derrame del Prestige con idéntica alegría argumental. Dicen que los desechos atómicos dejan cicatrices indelebles en el terreno que tiene la desgracia de acogerlos, que los niveles de toxicidad superan la barrera de lo tolerable por cualquier organismo durante una cantidad de años que hace pensar en eras geológicas, que ni la tierra ni el mar ni el aire pueden resistir en estado aceptable semejante inyección asesina de isótopos y energía sucia. En Palomares, sin embargo, cayeron cuatro proyectiles alimentados con plutonio cuyo poder mortífero pareció desvanecerse en cuanto un ministro barrigón se dio un remojo en una playa que, por otra parte, muchos dicen hallarse a bastante distancia de la que minó el ejército norteamericano. A mí a veces me preocupa que cosas así puedan olvidarse con la ligereza necesaria como para pensar en los labios de Julia Roberts u otra profesional del ramo, pero quizá en Palomares más que en ningún otro lugar se haga cierta aquella frase de Schnitzler: "La felicidad consiste en disponer de buena salud y de mala memoria".

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