El vino y sus precios
Complejo es el tema de la creación del precio de las cosas, y quien dude de tal aserto solo debe interesarse por la tan traída y llevada diferencia en los mercados entre lo que se llaman precios en origen y finales, galimatías que ni los más señeros economistas parece logran descifrar.
No obstante, aun desconociendo el porqué, sabemos los precios que el vino tiene para los consumidores finales, sea en las grandes superficies o en las tiendas más pequeñas, especialistas en vulgares o afamados caldos.
En todos los casos parece que cada comerciante añade una cantidad al precio al que compra -que se justifica por el servicio que presta de acercar el producto al cliente- y que abarca los costes propios más el margen de beneficio que le permite la competencia, y que suele ser proporcional al coste de adquisición prorrateado.
Pero he aquí que la tendencia se quiebra cuando el producto se sirve en un restaurante, donde a despecho de todas esas figuras económicas y empresariales que hemos enunciado, el precio del vino se duplica -o más- de forma automática, sin tener en cuenta en absoluto, y en la mayoría de los casos, el precio de adquisición.
Excepciones aparte, si un cliente consume una botella con coste diez euros, se le cobrarán veinte, si es de cien, doscientos, y si de mil, dos mil.
Con lo cual resulta que un mismo menú -con la diferencia del maldito vino- ofrece al restaurador, con el mismo esfuerzo, muy distintos resultados.
Se castiga desproporcionadamente al consumidor con más fino olfato o paladar, y a las bodegas que han realizado ímprobos esfuerzos por elevar la calidad. Y sobre todo se ofende el riesgo y el trabajo de los profesionales que compran un soberbio, caro y perecedero producto, le aplican horas, técnicas y esfuerzos en elevarlo a la cualidad de exquisita especialidad. Y con ello logran menos margen que con un simple descorche.
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