La conjura de los botones
Cuando terminaron el café, a él le temblaba un poco la mano izquierda, pero ella no se dio cuenta, porque llevaba un rato intentando dominar sin resultado los temblores de su pierna derecha.
-Bueno, pues podemos... -él arrancó y se paró en seco.
-Sí, claro -aceptó ella de todas formas.
-¿Conoces algún bar que te...?
-No, por aquí no...
-También podríamos ir a mi casa.
-O a la mía.
-Eso, a la tuya.
-Sí.
-O no, en fin...
Menos mal que el camarero les trajo la cuenta y pudieron dejar de pelearse por el destino de su primera noche para empezar a discutir sobre quién iba a pagar la cena. Cuando por fin acordaron dividir entre dos, la cosa se puso seria. Ella, cuarenta y muchos años, llevaba demasiado tiempo sin llegar hasta ese punto con un hombre. La espantosamente vulgar fuga de su marido, que se largó con otra más joven en cuanto le ascendieron en el trabajo, la había pulverizado de tal manera que todos sus intentos habían fracasado antes de llegar a la cama. Pero lo peor no era eso, sino la cremallera de la falda que había estrenado para la ocasión, y que se le bajaba sola de vez en cuando. Ya sabía ella que tenía que haberse comprado una talla más grande, pero de pie y en ayunas le hacía tan buen tipo... Después del segundo plato, sin embargo, el botón empezó a clavarse en su cintura como un despiadado presagio de lo que vendría después, la celulitis, las estrías, la tripa hinchada, las caderas descolgadas, y ay Dios mío, ¿quién me habrá mandado a mí meterme en esto...?
-¿Vamos? -él la miró, sonrió.
-Pues... -que no, que no, que no y que no, pensó ella, pero aquel cardiólogo le gustaba tanto...-. Vamos.
Cuando se levantó, él no la vio estirarse la falda con el único objeto de subirse la cremallera, porque estaba demasiado ocupado en usar las solapas de su americana para taparse la barriga. Tampoco él, cincuenta y pocos, divorciado sin siquiera el consuelo de una tercera persona, porque su mujer, casi dos décadas más joven, se había limitado a decirle que no le aguantaba más y punto final, había acertado con la talla de la ropa nueva. Lo de la camisa lo había arreglado poniéndose una corbata que tapaba los agujeritos que se abrían entre los botones, pero lo del pantalón no había habido manera de solucionarlo. Y sin embargo, eso era lo de menos, porque él también llevaba demasiado tiempo sin llegar hasta ese punto con una mujer. Ella le gustaba mucho, le gustaba tanto que le daba miedo, porque los dos eran ya mayores, pero precisamente porque eran mayores, porque estaba desentrenado, pero precisamente porque estaba desentrenado, porque igual se echaba todo a perder, y precisamente era muy probable que él lo echara todo a perder, y ay Dios mío, ¿quién me habrá mandado a mí meterme en esto...?
-¡Huy! -ella se quedó parada en medio de la acera, con el gesto de quien se ve atrapado en una peligrosa emergencia-. Creo que en casa no tengo whisky.
-Yo tengo de todo -dijo él, y se palpó los condones que llevaba en el bolsillo, y sintió que se derretía de pánico.
"¿Será posible?", se dijo ella, cuando él abrió la puerta y la dejó entrar delante, "a mis años...". "¿Será posible?", se dijo él, cuando fue a poner las copas y tiró media bandeja de hielo en el suelo, "a mis años...". Ella le esperaba sentada en el sofá, con la falda sabiamente replegada sobre la cintura para disimular los efectos del desastre. Él se sentó a su lado y se aflojó la corbata, pero se acordó a tiempo de que no le convenía quitársela. Se bebieron las primeras copas muy deprisa, hablando del hospital donde se habían conocido, y a la altura del segundo whisky, ella ya se atrevió a hacer un chiste sobre las enfermeras que salen con los médicos. Entonces, él se inclinó sobre ella, ella se dio cuenta de que iba a besarla, corrigió el ángulo de su cabeza de tal forma que no atinaron y sus narices chocaron lamentablemente antes de que sus bocas se encontraran. "Tranquila", se dijo; "tranquilo", se dijo él, y los dos estuvieron tranquilos, besándose, durante unos minutos, no muchos, porque él enseguida empezó a pensar: "¿Y ahora qué hago yo?", y ella empezó a pensar enseguida: "¿Y qué hago yo ahora?".
Y mientras su angustia crecía, ella pensó que era una pena, porque hacía mucho tiempo que no se lo pasaba tan bien, y con la mano izquierda se desabrochó el botón de la falda, se bajó la cremallera y empezó a respirar. Y no se dio cuenta de que él, al mismo tiempo, y porque hacía tanto tiempo que no se lo pasaba tan bien que era una pena, se desabrochaba tres botones de la camisa y después, cambiando el brazo con el que la abrazaba, también el del pantalón, para empezar a respirar a su vez. Cuando los dos dejaron de sufrir, ella se separó de él para mirarle, y sonrió.
-Qué gusto, ¿no?
-Sí.
Y todo lo demás fue sobre ruedas.
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