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ESCALERA INTERIOR
Columna
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El ratón y el pajarito

Almudena Grandes

Cuando la hija pequeña lo encontró debajo de un coche, era una bolita de pelo blanco y negro, sin apenas carne entre la piel y los huesos. No tenía ni un mes, y su madre lo había abandonado con esa escalofriante naturalidad que ha permitido a los gatos crecer y multiplicarse desde que empezaron a extenderse por el mundo gracias a su habilidad para limpiar de roedores las bodegas de los barcos. Herramienta inconsciente, pero escrupulosamente disciplinada, de la selección natural, esa gata desconocida decidió no amamantarlo cuando lo vio con pocas posibilidades de sobrevivir, y cuando la niña lo llevó a su casa para empezar a alimentarlo a escondidas con pan y leche esterilizada, estaba medio muerto. Sin embargo, vivió, y no de cualquier manera, sino como un pachá, desde el momento en que empezó a ganarse, uno por uno, a todos los miembros de la familia, porque, cuando estuvo claro que iba a quedarse, empezaron las visitas al veterinario, y el chip, y las vacunas, y el pienso de alta gama, y los juguetes, y los rascadores, y la hierba para gatos, y esto, y lo otro, y lo de más allá. A los seis meses, estaba enorme, fuerte, musculoso, y tenía el pelo tan brillante como se podría esperar del gato callejero más mimado del hemisferio norte. A cambio, vivía en un piso, eso sí, en una ciudad grande y confusa, lejos de las plantas, y el césped, y los insectos, y el aire libre de su paraíso original. Pero no parecía echarlo mucho de menos.

Un año después, cuando lo devolvieron a su lugar de origen, sus dueños estaban muy preocupados. Él era un gato señorito, un gato dependiente, un gato que no sabía pelear, ni buscarse la vida, ni defender su comida. Muy lejos ya de la angustia y el hambre de sus primeras semanas de vida, él se mostró muy prudente, casi cobarde, durante algún tiempo. Después, poco a poco, empezó a salir de la casa, se aventuró a reconocer el patio, luego el jardín, y una noche desapareció, y fue terrible, pero regresó con mucha naturalidad al día siguiente para hincharse de pienso de alta gama y pasar las horas de luz durmiendo de cama en cama. Entonces, sus amos se rieron de su propio miedo. Su gato no era tan inútil como habían temido, qué va; su gato era todo un gato, noctámbulo, vagabundo, independiente. Tanto, que, al abandonar la casa de la playa, les dio pena volver a encerrarlo en la ciudad, pero el regreso tampoco le afectó demasiado.

Este verano, estaban mucho más tranquilos. A los dos años, su gato ya era un adulto. ¿Qué podían esperar de él? Tardaron algún tiempo en descubrirlo, y no estaban preparados, desde luego, para eso. Ni siquiera entendieron qué pasaba cuando lo vieron acercarse, haciendo rodar entre sus patas un pequeño bulto de plumas, que parecía un juguete pero no lo era. Cuando alguien se dio cuenta de que era un pájaro, todos se levantaron, asustados, sin saber qué hacer, cómo remediarlo. Aquella bolita de pelo con ojos verdes y enormes, tan desvalida, tan indefensa, tan digna de compasión, se había convertido en el verdugo de una criatura que, si se parecía a algo, era a él mismo cuando llegó a la casa.

Intentaron llamar su atención, distraerlo, cogerlo en brazos, salvar al pájaro, pero desistieron enseguida, porque fueron comprendiendo que, además, su gato no se lo merecía. Él era cazador, obedecía a su instinto, y había llevado a su presa hasta allí para enseñársela, para demostrar que era un buen gato, para culminar su hazaña en presencia de sus benefactores. No podían frustrarlo, obligarlo a ir contra su propia naturaleza, por más que nunca hubieran contado con la posibilidad de contemplar una escena como aquélla cuando decidieron quedarse con él. Por eso, cuando acabó con el pájaro y fue a buscarles, a pedir mimos, caricias, lo complacieron tiraron a su víctima a la basura, y cruzaron los dedos para que el episodio no se repitiera.

"Si al menos cazara ratones", dijo el padre aquel día; "los ratones no dan tanta pena, ¿no? Es bueno que los cace, pero un pajarillo...". Tres días después, como si lo hubiera oído, la madre se encontró con un ratón muerto al lado de la mesa de la cocina, y creyó que se iba a desmayar, pero no lo hizo. Con los ojos entrecerrados, para ver lo mínimo, cogió la escoba, el recogedor, y sepultó al ratón en una bolsa negra, idéntica a la que había acogido al pájaro tres días antes. Ahora, al verlo de nuevo en la ciudad, hecho un ovillo en su butaca favorita, tan limpio otra vez, tan inofensivo, tan tranquilo, tan guapo, va hacia él, lo coge en brazos, le rasca donde más le gusta, recuerda todos aquellos pequeños cadáveres que ya no tendrá que tirar a la basura y, durante un instante, casi se alegra de que se haya acabado el verano.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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