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Columna
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El camarero de Sartre

Josep Ramoneda

Zapatero dijo que la cifra del paro de agosto era "objetivamente" mala y muchos medios de comunicación dieron entidad de noticia a estas palabras. Que la prensa haya entendido esta obviedad del presidente como una declaración relevante significa que está asentada en la opinión pública la idea de que Zapatero pudo haber dicho lo contrario. Es el lastre con que carga el presidente, fruto de su obsesión en minimizar la crisis. Todas sus declaraciones están ahora bajo sospecha.

Hace demasiado tiempo que casi todo pilla por sorpresa al presidente Zapatero. Le pilló por sorpresa el fin de la tregua de ETA. Le ha pillado por sorpresa la profundidad de la crisis, advertida desde todas partes. Le ha pillado por sorpresa la rebelión de Montilla y del PSC por la financiación autonómica. Le ha pillado por sorpresa la reacción de sus aliados tradicionales, que se vieron despechados al no ofrecerles un pacto de legislatura. E incluso le ha pillado por sorpresa el giro táctico de Mariano Rajoy, después de la derrota electoral. Y cuando se acumulan tantas sorpresas es que algo no funciona en las terminales que conectan al gobernante con la cruda realidad.

Se intenta suplir una línea política clara por un rosario de propuestas diversas y deslavazadas

Cuando un gobernante no anticipa los escenarios que se le ponen por delante, la prevención de los problemas falla y los conflictos estallan con un ruido que no era forzosamente inevitable. Con una valoración más adecuada de la tempestad que se avecinaba, probablemente Zapatero no habría prometido los famosos 400 euros en campaña que han resultado un dispendio bastante inútil, en tiempos que no están para regalos. Con una mirada más realista sobre el entorno, quizás se hubiese dado cuenta de que era mejor hacer algunas concesiones al principio para alcanzar acuerdos de legislatura con los nacionalismos periféricos, que tener que negociar ahora, en plena crisis, un día a día parlamentario cada vez más cuesta arriba para el Gobierno. Con un mejor reconocimiento de lo que pasa en Cataluña, hubiese podido plantear el debate de la financiación autonómica desde una mayor complicidad con sus hermanos catalanes y no estaría quizás la situación tan envenenada ahora. Pero Zapatero dedujo de su aplastante victoria en Cataluña que tenía licencia para hacer lo que quisiera. Y quizás un día pague este error. Y si hubiese anticipado el desenlace de la crisis del PP, quizás no habría perdido dos meses, columpiándose en su éxito y perdonando la vida a sus adversarios, sino que hubiese acelerado el ritmo de la acción gubernamental para que Rajoy no se encontrara con un regalo impagable para su estrategia de oposición: la parálisis del Gobierno. Y todo esto porque, en los planes de Zapatero, no cabía una crisis en España. Se conoce que en la psicopatología del optimista irredento, los problemas no son tales porque se da por supuesto que tarde o temprano la realidad se acabará adaptando a sus fantasías.

Se dice que la economía acaparará todo el protagonismo en los próximos meses. Y, probablemente, es verdad. Pero aunque la pregunta sea la economía, la respuesta tiene que ser política. Y para ello no sirve llevar al Parlamento cada dos meses una nueva lista de medidas de choque, muchas de ellas de larga implantación y de efectos difíciles de percibir. Por muy extenso que sea el listado, se impone la sensación de que se intenta suplir una línea política clara y explicable más allá de sus concreciones técnicas, por un rosario de propuestas diversas y deslavazadas de difícil transmisión a la opinión. La política es proyecto. Es capacidad de indicar a los ciudadanos alguna dirección. En tiempos difíciles, a veces, una medida dura e impopular pero efectiva y comprensible para todos da más apoyo y confianza al gobernante que mil ejercicios retóricos intentando edulcorar la realidad.

La sociedad mediática es muy exigente con los políticos. Y estos tienden a ganar espacio gesticulando y sobreactuando permanentemente. Demasiadas veces detrás de cada gesto lo que hay es un mayor alejamiento de la realidad. A veces, Zapatero me recuerda al camarero de Sartre. En un café parisino, Sartre observa al chico que sirve las mesas: "Tiene un gesto vivo y sostenido, un poco demasiado preciso, un poco demasiado rápido, va hacia los consumidores con un paso un poco acelerado, se inclina con demasiada prisa, su voz, sus ojos expresan una solicitud excesiva por lo que ordena el cliente, en fin, aquí está, tratando de imitar en su acción el rigor inflexible de algún autómata, mientras lleva su bandeja con la temeridad del sonámbulo". "Toda su conducta parece un juego", subraya Sartre. "Pero, ¿a qué juega? No hay que observarle mucho para darse cuenta: juega a ser camarero". Es el ejemplo que Sartre utiliza para explicar lo que él llamaba la mauvaise foi.

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