La apoteosis del mediópata
Cuando escribo estas líneas la detención de Radovan Karadzic se ha convertido ya en uno de los culebrones informativos más concurridos del verano. Lo merece: que el casi seguro responsable de la mayor matanza perpetrada en Europa desde la II Guerra Mundial vaya a ser juzgado por crímenes de guerra por el Tribunal de La Haya levanta la moral de cualquiera, excepto la de los muchos miles de serbios para quienes este animal de bellota continúa siendo el héroe de la Gran Serbia, una flatulencia histórico-sentimental que sólo existe de verdad porque en su nombre se arrasaron hace unos años los Balcanes; pero, además, las características del personaje y las circunstancias de su detención bastan para llenar páginas y páginas de periódicos y para satisfacer la curiosidad de los más exigentes. La buena noticia de su detención ha suscitado asimismo un par de buenas noticias. La primera es que cada vez más gente se ha preguntado por qué, si los tribunales internacionales persiguen y juzgan al responsable de la muerte de 20.000 personas en Bosnia, no persiguen y juzgan también a los responsables de masacres semejantes en otros lugares del planeta, y que cada vez más gente se ha respondido que el error de Karadzic no fue matar a 20.000 personas, sino matarlas y además ser internacionalmente un chisgarabís y encima perder una guerra. La segunda buena noticia es que cada vez menos gente se ha preguntado cómo es posible que un hombre con ínfulas de poeta que ejerció la psiquiatría cometiera o indujera semejantes atrocidades; es una pregunta boba: la poesía es peligrosa, incluso la mala, el asesinato masivo exige inteligencia y educación, y no hay nadie más competente que un intelectual para justificar o azuzar la barbarie: quienes fabricaron las razones del genocidio en la ex Yugoslavia fueron los doctos caballeros de Academia de las Ciencias y las Artes de Belgrado, y quienes organizaron la matanza no fueron personas incultas, sino profesores universitarios, periodistas, médicos, gente así. Todos tendemos a sospechar que la humanidad es igual de idiota ahora que hace veinte siglos, pero que todos empecemos a entender cosas tan elementales como las dos anteriores permite hacerse a ratos la ilusión de que estamos equivocados.
Dicen que Karadzic ha permanecido oculto desde el final de la guerra de Bosnia gracias a la protección de los servicios secretos serbios, y que son esos mismos servicios secretos los que ahora lo han entregado a la justicia. La explicación es políticamente coherente e históricamente verosímil, así que es probable que sea cierta. Pero también es cierto que se han barajado multitud de explicaciones distintas, algunas bastante disparatadas, la mayoría trabajosamente noveleras; por eso me sorprende que nadie haya querido manejar una hipótesis muy elemental, quizá menos inverosímil que muchas y más atractiva que algunas. Como es domingo y estamos de vacaciones, permítanme que me entretenga jugando un rato con ella.
Antes que un psiquiatra, antes que un poeta, Karadzic es un político puro. Como tal, usó a fondo el instrumento esencial de la política, que es la violencia; como tal, es un histrión. Según periodistas, psicólogos y criminólogos, el rasgo que mejor define su personalidad es una egolatría enfermiza, hambrienta del aplauso del público. Durante sus años de gloria y crímenes acaparó un protagonismo mundial; durante sus años de clandestinidad no pudo o no supo o no quiso dominar su compulsión exhibicionista y adoptó un disfraz público: se convirtió en un po¬¬pular curandero, daba conferencias, escribía en revistas, cantaba en un local de Belgrado donde se idolatraba al héroe de los serbios de Bosnia, se dejaba fotografiar. Por supuesto, Karadzic no es idiota y sabía que no ocultarse era la mejor forma de ocultarse, pero observen las fotografías de esa época, casi todas de sus conferencias de santón de la medicina alternativa: con gafas, el pelo blanco y la barba blanca, mira directamente a la cámara, disfrutando de ella, muy serio, como irritado de antemano por la ínfima difusión que tendrá su imagen o por el escaso público de mentecatos que se dispone a escuchar sus paparruchas sobre espiritualidad, respeto a la vida y amor a los demás. Es natural que Karadzic se hartara de todo eso. ¿Quién no se hubiese hartado? Ahora se acabó: lo primero que hizo Karadzic al ser detenido fue afeitarse esa barba ridícula, desprenderse del papel de mamarracho que se había visto obligado a interpretar y recuperar el aspecto de gran hombre con que se hizo famoso; lo segundo, anunciar que será él mismo quien se defienda en La Haya: nadie le va a arrebatar protagonismo, ha vuelto a conquistar las portadas de todos los periódicos, vuelve a ser el héroe de los verdaderos serbios y el centro de atención del mundo entero. Mi hipótesis es la siguiente: Karadzic ha sido capturado porque de un modo ciego y secreto deseaba ser capturado; Karadzic no ha sido capturado: se ha entregado En fin, hoy es domingo y estamos de vacaciones y esto sólo es un juego. Pero, si fuera un juego de verdad, en el que uno se lo juega todo, entonces Karadzic no sería sólo un criminal de guerra, sino también la apoteosis de un animal de bellota mucho más común en nuestro tiempo: el mediópata.
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