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Columna
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Bolivia: tablas o enroque

Cuando en las elecciones presidenciales bolivianas de diciembre de 2005 se produjo la victoria de Evo Morales, indígena aimara o mestizo, según fuentes diferentes, hablante o no de lenguas autóctonas, según otras, pero únicamente alfabetizado en español, cualquiera que fuese el entusiasmo o la aprensión con que se acogiera la noticia, no parecía caber duda alguna. Era la resurrección del indio, que reclamaba el lugar que su número le otorgaba en la estricta democracia del voto. Al cabo de casi tres años de lo que a muchos parecía un acto de justicia indiscutible, sabemos, sin embargo, muchas más cosas sobre Bolivia, como que el término indígena denominaba una masa sin duda autóctona, pero mucho más variada y aún contrapuesta de lo imaginado.

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En esos años inaugurales, una serie de oposiciones comenzó a cuajar contra lo que se avecinaba, aunque no estuviera claro qué. Los primeros candidatos a oponentes tenían que ser las compañías occidentales que explotaban los recursos naturales del subsuelo boliviano, preocupadas por la marcha del negocio a la vista de las declaraciones, bien que un tanto incoherentes, de Morales sobre royalties, nacionalización y recuperación de riquezas.

El socialismo ya fue derrotado a fin del siglo XX, sabe usted; en el mundo no hay más que diversas formas de capitalismo; el presidente venezolano, Hugo Chávez, no parece que, pese a sus estentóreos exordios, esté empeñado más que en poner el sistema a su servicio; y hasta en Cuba florece la duda. Pero los tiempos de los golpes de Estado auspiciados por intereses bananeros, sin Unión Soviética en el horizonte, están ya jubilados, y una invasión como la de Irak no se concibe más que para defender a Israel. Las compañías seguirán o no en el país si el negocio les sigue interesando, y ésas sí que parecen destinadas a encontrar un modus vivendi tanto como lo tiene que estar La Paz. El mayor peligro para la continuidad de la experiencia no podía venir de ahí.

El segundo frente estaba formado por quienes sobre el terreno más tenían que perder con el cambio de guardia: la minoría criolla -¿un 10% del país?- que por mucho que Morales jurara que no era etnicista, ni pensara en gobernar para un solo grupo, había sido elegido por una masa básicamente indígena con el mismo propósito que los negros de Suráfrica cuando les dejaron votar en libertad: sustituir a los que les habían gobernado y hacerse con la mayor porción posible del pastel. Lo normal. En este punto, el presidente empezó a vender a la opinión la recuperación de una Bolivia ancestral, una edad de oro que es poco probable que jamás existiera, en la que lo comunitario indigenista dictara las normas de un poder sano, ecológico, cocalero, anticonsumista, antioccidental y, por ello, con escaso amor a Estados Unidos y España, inevitables íncubos de todo lo malo que le había pasado al indio en su historia.

Y el proyecto de reconstrucción de un pasado cuando menos idealizado dio su oportunidad para la contraofensiva criolla, porque ni mucho menos todos los indígenas compraban el proyecto ruralizante de Morales. Entre los descendientes del mundo incaico, si es que el término incaico tiene hoy algún sentido, y el indio amazónico o guaranítico, las diferencias son notables; tanto, que para entenderse han de hacerlo en español, y por ello era relativamente fácil alzar un muro de sufragios en las cuatro provincias más ricas y ajenas al mundo quechua o aimara-hablante -Santa-Cruz, Beni, Pando y Tarija-, de forma que se produjera un cierto empate de voluntades. Los cuatro departamentos votaban con amplia mayoría en mayo y junio referendos que proclamaban una autonomía con calado de secesión.

Así se llega a la situación contemporánea en la que el presidente gana con una mayoría acrecida en circunscripción nacional, pero pierde en parte de esas provincias del este boliviano, hasta dar motivo para pensar que eso pueda constituir una situación de tablas. Una mayoría numérica de conjunto no parece un gran ejemplo de democracia si se quiere imponer a otras mayorías, aunque sean sólo sectoriales. Y semejante actitud convertiría las tablas, que conducen naturalmente a la negociación -medio punto a cada uno, como en el ajedrez-, en otra de doble enroque, cada uno con lo suyo, de lo que no cabe esperar sino las más funestas consecuencias. Autonomía occidentalista y centralismo democrático indigenista, pero no del centralismo-democrático, no sabemos si están condenados a entenderse, pero sí que si no se entienden, están condenados.

Eso pasa hoy en Bolivia.

El presidente de Bolivia, Evo Morales, en una rueda de prensa en La Paz.
El presidente de Bolivia, Evo Morales, en una rueda de prensa en La Paz.REUTERS

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