Kosovo, sí; Osetia del Sur, no
Como era de prever, los políticos occidentales (la mayoría) aprendices de brujo que apoyaron hace poco con entusiasmo ciego la última fase del desmembramiento de Serbia y la independencia de Kosovo no han tardado en ser testigos de las primeras (que no últimas, probablemente) consecuencias de su irresponsabilidad: los surosetios consideran que si se pueden modificar las fronteras sobre una base étnica en los Balcanes, ¿por qué no en el Cáucaso? Tanto más cuando la ruptura de la situación actual fue obra del Gobierno de Tbilisi, que decidió, sin provocación previa, romper el acuerdo de paz firmado en 1992 e invadir a sangre y fuego una región cuya población no quiere, en su gran mayoría, pertenecer al Estado georgiano. Y todo indica que si no fuera por la contraofensiva, sangrienta también, del Ejército de Rusia, uno de los garantes del acuerdo de 1992, las tropas de Tbilisi habrían ahogado en sangre la resistencia surosetia.
Queda la esperanza de que los europeos tengan la valentía de revisar su estrategia
Se podría esperar que los que tanto apoyaron ayer el derecho de los kosovares a invocar la autodeterminación y el derecho a separarse de Serbia, manifestaran hoy las mismas preocupaciones hacia los habitantes de Osetia del Sur. Pero he aquí que no: la gran prioridad ahora es, aparentemente, preservar como sea la integridad territorial de Georgia. Ayer maleables en los Balcanes, las fronteras, en cambio, se vuelven de repente sagradas en el Cáucaso. ¿Por qué estas dos varas de medir? ¿Será porque hay separatistas buenos y malos? Los primeros, los que gozan del apoyo de Occidente y perjudican a los aliados de Rusia: como los kosovares, y los segundos, los que deben ser combatidos porque perjudican a los amigos de Occidente: como los surosetios. Y es que, al contrario de este malo de la película, y encima socio de Moscú, que era Slobodan Milosevic, Mijaíl Saakashvili, el actual presidente georgiano, ha multiplicado las declaraciones favorables a EE UU, ha mandado un contingente de tropas a Irak y quiere integrar a Georgia en el seno de la OTAN. Frente a tal asalto de fidelidad, ¿qué peso puede tener para la mayoría de las cancillerías occidentales la suerte de los habitantes de Abjazia y Osetia del Sur?
En vísperas de que la UE fije (si lo logra) su posición sobre este conflicto, queda la tenue esperanza de que los europeos sean capaces de demostrar al respecto un mínimo de independencia de criterio respecto de EE UU, cuyos intereses en la zona son distintos de los suyos: para Washington, el conflicto, muy lejano, es simplemente un nuevo episodio en su lucha para reducir la influencia de Rusia en los territorios periféricos de la antigua URSS. Y queda, sobre todo, otra esperanza: que los políticos europeos tengan por fin la valentía de ponerse a reflexionar sobre la validez de la estrategia seguida estos últimos decenios en el sureste del continente. Una estrategia que condujo a revisar fronteras invocando oficialmente los grandes principios y los derechos de las poblaciones, pero que se limitaba sobre todo a intentar reconstruir viejas zonas de influencia y a resucitar los viejos fantasmas de la guerra fría. Si tras Kosovo, el derecho de los pueblos a separarse de un Estado en el cual no quieren vivir se ha convertido en nuevo eje de la diplomacia europea, que ese derecho no se reconozca, por lo menos, a la carta.
Thierry Maliniak es periodista.
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