Tras el último rinoceronte blanco
Todos los días, nada más caer la noche, un elefante se desliza silencioso hasta el centro de la plaza arbolada de la estación de Nagero, en el parque nacional de Garamba, rodeada de decadentes y herrumbrosos edificios coloniales, y durante una media hora engulle goloso los mangos caídos al suelo. Tras el banquete desaparece tan sigiloso y tranquilo como había llegado, ajeno a cualquier tipo de miradas o proximidades. Se vuelve a la sabana. La enorme silueta del elefante, atisbada en la penumbra entre los árboles, es para el visitante una especie de ensueño cinematográfico. Como los hipopótamos que poco después resoplan cerca de las tiendas de campaña y el rugir de los leones que retumba hasta el alba.
Los elefantes siempre han sido protagonistas en el parque nacional de Garamba, un parque legendario situado en el noreste de la República Democrática del Congo, creado en 1938 en pleno colonialismo belga, y declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1980 (desde 1996 en la lista de patrimonio en peligro). Los elefantes y rinocerontes blancos fueron durante años sus grandes estrellas. Sólo que los elefantes que dieron fama al parque, uno de los pioneros de África, no eran salvajes como el que ahora reclama su ración diaria de mangos, sino amaestrados. El siniestro y avaricioso rey Leopoldo de Bélgica, propietario personal del Congo durante dos décadas y autor del primer gran genocidio de la historia contemporánea (llevó a la muerte a cinco millones de congoleños), hizo traer los primeros elefantes desde India en una increíble odisea que todavía espera su película.
En los buenos tiempos del parque, a mediados del pasado siglo, los turistas lo recorrían a lomos de elefante esperando atisbar el famoso y esquivo rinoceronte blanco norteafricano. Hoy, de los 150 elefantes domesticados que llegó a tener, sólo sobrevive Kiko, una hembra que ronda los 60 años y vegeta solitaria junto a sus cuidadores. Y los rinocerontes blancos están al borde de la extinción. Tanto, que en el mundo sólo quedan cinco ejemplares en libertad, los cinco en Garamba. Teóricamente. El último fue visto en noviembre de 2007. Pero el parque es grande, 12.427 kilómetros cuadrados con las tres reservas de caza o preparque más o menos el tamaño de Asturias, y no resulta fácil atisbar en plena sabana a los dueños de los codiciados cuernos, pese a su nada despreciable tamaño.
Pero las campanillas de alerta han sonado en todo el mundo con un objetivo urgente y prioritario: salvar al rinoceronte blanco norteafricano (Ceratotherium simum cottoni). Por eso, en la segunda quincena de abril pasado, dos de los mejores expertos africanos en dicha subespecie, el veterinario Pete Morkel y el rastreador Jackson Kamwi, de Zimbabue, barrían a diario el parque en batidas aéreas y terrestres intentando encontrar a alguno de los cinco supervivientes o, al menos, las huellas que denotaran su presencia. La intención era colocarles un radiotransmisor en el cuerno y así tenerlos localizados en sus movimientos. El parque vive un momento crucial para su existencia. La mayoría de las poblaciones animales, a excepción del rinoceronte blanco, del que no se puede asegurar su supervivencia, pueden salvarse todavía. Sólo depende del grado de protección que tengan a partir de ahora, asegura el biólogo Luis Arranz.
Luis Arranz, el español que desde enero pasado dirige el parque y se propone recuperarlo en todo su esplendor, lo que incluye numerosas especies algunas como la jirafa del Congo, también amenazada de extinción, hábitat y turismo, no se anda por las ramas. Es directo y pragmático. Si los rinocerontes aparecen, una solución sería cruzarlos con los que hay en dos zoológicos, en la República Checa y San Diego (EE UU), o con rinocerontes blancos surafricanos. Creo que es mejor tener un rinoceronte híbrido que nada. Si no aparecen, tenemos material genético suyo conservado en Suráfrica y quizá podrían clonarse como pretende la Universidad de Edimburgo. Como última solución no lo veo mal, aunque si me dan a elegir entre gastar un montón de dinero en protegerlos o clonarlos, yo opto por la protección. Me parece un poco triste que los niños acaben conociendo a los animales en los parques temáticos o cibernéticos.
La experiencia africana de este biólogo de 51 años, nacido en Canarias y recriado en Segovia (contratado por African Parks Foundation, la institución holandesa a quien el Instituto Congoleño para la Conservación de la Naturaleza encomendó en 2005 la gestión del parque), está ligada a sus últimos 28 años de vida. Pese a que en ellos también flirteó con la conservación en Latinoamérica, acabó volviendo a África, una pasión que se inició con un viaje por el Sáhara al acabar la carrera. No hay nada comparable a ver 800 elefantes juntos. Trece años en Guinea Ecuatorial con ECOFAC (UE), donde creó y fue conservador del parque nacional de Monte Alén, y siete años en la dirección del parque nacional de Zakouma, en el sur de Chad, le avalan. Estos últimos años fueron duros en la lucha contra la sequía y los furtivos con un resultado evidente: situar Zakouma en las rutas turísticas. Y ahora asume un reto, resucitar Garamba, abandonado a su suerte durante los últimos cuarenta años por culpa de las sucesivas guerras civiles congoleñas y las diferentes guerrillas. La última de ellas, la ugandesa Lord Resistence Army (LRA), aún permanece enquistada en el norte del parque, en la parte fronteriza con Sudán, y lo mismo lanza granadas contra los camiones llenos de guardas que tirotea a la avioneta cuando se pone a tiro.
Lo primero es salvar el parque y darlo a conocer, que la gente vuelva a oír hablar de Garamba, repite Arranz, decidido a cumplirlo. Por el momento vive en una tienda de campaña entre árboles frondosos al lado del río. Un lugar por donde los monos pululan de día, y los hipopótamos, de noche. Me parece algo normal, a todo te acostumbras Claro que con los hipopótamos hay que tener cuidado, porque cuando salen a pastar por la noche son peligrosos, cargan cuando menos te lo esperas. Poca cosa, si recordamos que a la piscina de su casa de Zakouma se acercaban por la noche a beber, en época de sequía, leopardos, leones y elefantes.
El ultraligero que pilota Arranz, y con el que a diario vigila el parque al amanecer, el mejor momento del día, está fuera de servicio por culpa de una tormenta, pero sobrevolar Garamba sigue siendo posible en la avioneta Cessna que pilota el francés Stéphane Carré. Mañana y tarde, Carré, junto con el veterinario Morkel, escruta desde las alturas distintas zonas del parque en un intento de divisar los ansiados rinocerontes blancos, que, en contra de lo que puede pensarse, son de color gris claro (la confusión viene de una mala traducción de la palabra holandesa wijde, ancho, que describía su labio recto y ancho, por la inglesa white). Carré, de 44 años, antes instructor de ultraligeros en Chartres, y un apasionado del vuelo la capacidad de volar en un espacio de libertad tan grande como éste es imposible en Europa, es una de las personas que mejor conocen Garamba. La agudeza de su vista para distinguir animales desde el aire sólo puede competir con la del veterano Morkel, que, pegado a la ventanilla del copiloto, parece tener ojos hasta en el cogote.
A las siete de la mañana, las aguas del río Dungu serpentean en una espiral de chocolate claro. En sus orillas, la masa verde oscura de los árboles ofrece el panorama más boscoso de la sabana herbácea. El día está claro, y el clima, tropical, permite a estas horas tempranas un respiro. La temperatura no supera los 24 grados, y la luz, suave, nos permite contemplar desde la avioneta, con toda nitidez, los primeros elefantes cerca del río. Hay dos grupos, el mayor sobrepasa con creces el centenar de individuos. El otro, más pequeño y estirado, una veintena de hembras y sus crías, se desplaza parsimonioso en fila india como si desfilara ante John Wayne, al compás de la música de Mancini, en la mítica Hatari. Hasta 1960, el parque albergaba una población de 70.000 elefantes y 1.000 rinocerontes. Hoy, después de años de un furtivismo codicioso de colmillos y cuernos, y de la gran matanza de 2004, que esquilmó el censo de elefantes y rinocerontes, quedan 3.900 elefantes.
No es fácil ya en África contemplar centenares de elefantes juntos deambulando en estado salvaje. En Garamba es posible. Su situación de frontera entre el bosque y la sabana hace que vivan en el parque animales de ambos territorios, selva y sabana, y también híbridos (los primeros tienen los colmillos más largos; los segundos son más grandes y con colmillos más gruesos). Nadie habla en los vuelos de reconocimiento. Morkel no despega la nariz de la ventanilla. De repente hace una seña al piloto, y la avioneta gira rápida y vuelve a dar varias pasadas sobre un claro. Parece que ha visto algo. ¿Rinocerontes? Falsa alarma. No creo que encontremos ejemplares, si acaso uno o dos, dice Morkel, que ha dejado en tierra el sombrero de alas anchas que proporciona a su físico, enjuto y correoso, un aspecto a lo Clint Eastwood. Aunque encontremos los cinco, serían insuficientes para recuperar la especie. Creo que el rinoceronte blanco del norte de África está muerto.
Morkel cree que se ha esperado demasiado. Se debió actuar hace cinco años, cuando todavía quedaban 35 rinocerontes y era posible hacer algo. Como Arranz, es partidario, si se encuentran, de cruzarlos con los surafricanos. Aunque hay que ser realistas, por lo menos habría que cruzar 10 para tener éxito. El experto recuerda que la primera vez que estuvo en Garamba, en 1992, cogieron 16 rinocerontes y les pusieron un transmisor. Aunque entonces no tuvo éxito, creo que es una buena idea. Tiene claro que la gran amenaza, que ha llevado a la extinción de la especie, radica en el uso de su cuerno por la medicina tradicional china, y no en sus supuestas, y publicitadas, propiedades afrodisiacas. Desde hace 50 años han perdido mucho hábitat en toda África. Primero fueron las guerras; luego, los safaris, los puños de las dagas de los millonarios yemeníes, y ahora, los fármacos chinos En estos momentos hay en China mucho dinero, y muchos chinos en África que son un peligro para los elefantes y rinocerontes.
La avioneta barre con sus pasadas una zona del parque en la que corretean algunas jirafas congoleñas, preciosas y raras, de las que apenas quedan un centenar por culpa de sus preciadas colas. Los furtivos las cazan porque sus pelos se usan, en algunas etnias africanas, como amuletos de fertilidad. Un regalo cotizado. Con los pelos de la cola también se hacen pulseras étnicas que se venden en todo el mundo. Ahora mismo, si no disminuye su número, vamos bien; el paso siguiente es tenerlas muy controladas. Lo bueno es que el hábitat del parque no está desapareciendo porque está protegido. Si logramos erradicar a los furtivos, la jirafa se recuperará, lo importante es que se sepa su situación, repite Arranz como un mantra.
El vado del río Dungu ha crecido con las primeras lluvias hasta el punto de hacerse intransitable. El agua llega casi a las ventanillas del todoterreno, y los cercanos hipopótamos, que resoplan felices sumergidos hasta las orejas, no facilitan el paso. Hay que esperar que descienda su nivel para poder avanzar hasta los dominios de la pareja de leones que tiene su territorio a unos 20 kilómetros de la estación. Desde la pista puede vérselos poco después de amanecer, tumbados y medio ocultos entre las hierbas. La leona ni se inmuta cuando oye el motor del coche. El león se incorpora poco a poco, perezoso y confiado, y planta su poderosa figura frente a los intrusos sin especial preocupación. Simplemente observa. Son sus dominios y se entiende bien por qué se ha ganado el apodo de rey de la selvaaunque en realidad es el rey de la sabana. Su potencia y majestuosidad es total. Cuando su curiosidad desaparece, nos da la espalda y se aleja despacio y solitario.
La única pista practicable del parque está bastante intransitable por la lluvia cuando vamos al encuentro de Jackson Kamwi, el rastreador de huellas que busca por tierra a los rinocerontes. Si existen, daré con ellos, repite. Kamwi tiene 47 años y pocos fallos a sus espaldas. Desde muy joven se convirtió, en su aldea de Zimbabue, en uno de los mejores rastreadores de rinocerontes de África. Me gustan más los rinocerontes negros, son muy combativos. Una de sus piernas conserva una cicatriz como muestra de lo peleones que pueden llegar a ser sus preferidos. Intenté subirme a un árbol, pero me embistió con el cuerno.
A las 6.45, después de desayunar arroz con frijoles, la patrulla de seis guardas, armados con fusiles Kaláshnikov y al mando de Atolobako Gasto, se pone en marcha. A la cabeza va Kamwi con una vara en la mano. Se encuentran a unos 70 kilómetros de la estación principal del parque y han pasado la noche en unas viejas cabañas. Las hierbas de la sabana llegan casi a la cintura y están todavía mojadas por el rocío de la noche. Al cabo de un rato, los pantalones acaban empapados. Kamwi camina en línea recta, de claro en claro, siguiendo las pequeñas sendas que van marcando los animales. Detrás, la patrulla. La búsqueda se hace en silencio. El rinoceronte tiene mala vista, pero un magnífico oído y mejor olfato. De tarde en tarde, el zimbabuense señala: Esto es de una hiena, esto es de un elefante. Ni rastro del rinoceronte. Camina mirando hacia tierra y de vez en cuando levanta la cabeza y se fija en los bordes del sendero buscando una señal que no aparece. Los guardas llevan radio, GPS, y no se separan del arma. Son gente curtida acostumbrada al calor y las duras marchas, pero en la sabana, además de animales salvajes, hay furtivos armados.
Se impone un descanso a la sombra de un imponente árbol salchichón (grandes frutos con forma de salchichón cuelgan de sus ramas), especie abundante en el parque, junto con las acacias y los ciruelos negros. Hay que tener instinto de rastreador. A veces, cuando sigues una huella y el animal está cerca, lo sientes, dice Kamwi, que conoce bien los hábitos de estos enormes herbívoros que pueden llegar a medir cuatro metros de longitud y pesar más de 3.000 kilos. En general caminan en línea recta, pero llega un momento en que empiezan a hacer eses y a moverse sin sentido porque buscan comida. Entonces es cuando hay que tener más cuidado, pueden estar muy cerca de ti. En un momento dado, Kamwi se sube a un árbol y, como un guepardo al acecho, otea la vista casi panorámica. Nada se mueve. A las diez de la mañana, el calor arrecia y se inicia el regreso. Otro día más sin rastro del rinoceronte. Nos hace falta una huella, una evidencia, se lamenta el rastreador.
Arranz, pese a que el tiempo corre en contra, no baja la guardia. Con o sin rinocerontes, éste es un parque magnífico, un espacio salvaje de una belleza increíble difícil de encontrar ya en África, y con una fauna y flora variadísimas. Tiene agua todo el año, lo cruzan dos ríos, el Garamba y el Dungu, afluentes y zonas pantanosas. Cierto, porque además de los famosos rinocerontes, elefantes, hipopótamos y leones, Garamba alberga leopardos, búfalos, hienas, chacales, servales, diferentes tipos de antílopes, facoceros y mangostas de cola blanca, entre otros. Y para que no falte de nada, seis especies de primates, entre ellos, babuinos. Y una población de chimpancés bastante desconocida y a la que debería de prestarse más protección, dice Arranz. Por no hablar de las 340 especies de aves que pueden atraer a tantos visitantes como los grandes mamíferos. Desde águilas marciales y volatineras hasta el ibis sagrado, pasando por los coloristas abejarucos escarlata o de garganta roja, y el enorme gran cálao.
Pete Morkel, que conoce la práctica totalidad de los parques africanos, asegura que Garamba es un espacio maravilloso. Algunos parques africanos apenas tienen animales, pero eso no impide que la gente quiera visitarlos porque son enormes áreas de naturaleza intocadas. Garamba, además de los rinocerontes blancos, hipopótamos, elefantes y leones, tiene muchas especies a conservar y es bueno que haya fondos para hacerlo, incluso si se pierden los rinos, porque su naturaleza es de una gran belleza.
El parque se mantiene ahora con aportaciones de la Unión Europea, su principal colaborador (tres millones de euros para tres años y la promesa de otros cinco millones), y una cantidad más modesta (250.000 euros) de la Unesco. Pero tanto la Agencia Española de Cooperación Internacional como el Ministerio de Medio Ambiente español se han comprometido a ayudar a la conservación del parque y a mejorar las condiciones de vida de la población de su entorno. Otras instituciones, como Parques Nacionales y FIDA, también lo tienen en mente, dice Arranz. La cooperación, insiste, hay que planteársela a largo plazo, porque África no va a cambiar en bastantes años. Opinión que refuerza, sin disimulo, el representante del Gobierno congoleño en el parque, Paulin Tshikaya. En el Congo, todos los parques funcionan con ayuda internacional, no hay fondos del Estado. Lo más importante, ahora que tenemos medios y colaboración exterior, es que el Gobierno apoye seriamente la seguridad de las fronteras, y creo que con un poco de presión europea se conseguirá.
Arranz, tenaz, y confiando en que la situación política de la zona continúe tranquila, ha comenzado a construir 10 bungalós, a los que seguirá un restaurante, con vistas a que el próximo año puedan acoger turistas. Entre sus proyectos no descarta la posibilidad de volver a tener elefantes domesticados para uso de los visitantes. Es mucho más natural y ecológico pasear en elefantes que en todoterreno, puedes atravesar los ríos y los hipopótamos no se molestan. Ya se hace en otros parques africanos y nadie se rasga las vestiduras. De momento, el parque tiene un problema general de infraestructuras. Hay pocas pistas y resulta complicado desplazarse por su territorio. El tener una buena red de pistas resulta fundamental para la seguridad, el turismo y los estudios que queremos hacer, dice el director.
¿Cómo viven los congoleños que trabajan y habitan en el parque, unas 130 familias, su resurgir tras años del todo vale? ¿Cuál es su reacción ante una política de mano dura contra el furtivismo, que todos han practicado, que incluye cárcel? De vez en cuando, todavía hay furtivos que matan algún antílope o búfalo, pero en general el furtivismo ha descendido bastante. El verdadero problema es la guerrilla, la LRA ugandesa, que cuando se topa con los guardas tira a matar, insiste Arranz, quien en Zakouma (Chad) tuvo que asistir a la muerte de varios guardas por disparos de furtivos. Ha sido lo más duro, lo peor de mi trabajo en África.
Quizá por eso, Arranz no puede entender que la UE se niegue a financiar armas para los guardas. Es absurdo, dan fondos para todo menos para que los vigilantes defiendan su vida, no tiene sentido. Pero acabamos de sumar 50 guardas a los 137 que teníamos. Los guardas vigilantes van armados y patrullan el parque en grupos de 10 o 12. Un camión les deja en un punto del territorio, que recorren durante quince días comunicando por radio cualquier novedad.
Las cuatro celdas del calabozo del parque están al completo. Ocho furtivos cogidos in fraganti por los guardas, casi todos con piezas pequeñas (antílopes o jabalíes). Pueden trabajar o permanecer en la celda, y la mayoría opta por trabajar al aire libre desbrozando caminos o cavando zanjas en la estación. El de la cárcel es un tema que contraría a Arranz. El problema principal de estos países es que a veces piensan que la cooperación internacional se tiene que encargar de todo. Pretenden que te conviertas en Estado, que hagas de policía, de médico, de maestro, de obras públicas Yo no quiero ocuparme de la cárcel de furtivos, una herencia de tiempos pasados. De la seguridad tiene que ocuparse el Gobierno congoleño. El otro día cogieron a un paramilitar que había matado un elefante para quitarle los colmillos. Lo trajeron aquí, y por la noche se presentaron sus colegas armados hasta los dientes a sacarle del calabozo Los guardas están aquí para vigilar la naturaleza, pero no para jugarse la vida tontamente.
De momento, y en apariencia, la vida en el parque transcurre apacible. Los hombres corretean a diario con las flamantes motocicletas chinas que se han hecho con el mercado congoleño, y las mujeres muelen arroz en el tradicional mortero, a la puerta de las cabañas. Son abiertas, parlanchinas y parecen llenas de fuerza. Sorprende que sólo hayan transcurrido unos pocos años desde las violaciones atroces de mujeres por todo el país un objetivo de guerra que dejaron en toda la RDC una terrible secuela de serpientes (miles de niños que todos repudian). Las mujeres de Garamba no parecen cohibidas, ni ante los extraños ni ante sus hombres, a quienes abroncan con desparpajo. Son la base de la familia y parece que empiezan a serlo, tímidamente, de otro tipo de sociedad.
Entre los 187 guardas del parque hay tres mujeres. La más veterana y pionera, Aimé Nagili, tiene 26 años y, tras cinco de guarda, es responsable de la armería. Casada y con un hijo, estudió primaria y decidió vestir el uniforme para intentar cambiar la mentalidad de mi país. Siempre eran los hombres los que hacían este trabajo y quise tener la valentía de dar ejemplo a otras mujeres. Asegura que no ha tenido problemas con su familia o entorno. Al contrario, están contentos. Nuestro salario es igual que el de los hombres y nos consideran como a ellos. No me importaría quedarme así 30 años. No le preocupa tener que utilizar las armas si es necesario. Estuve tres años de centinela de patrulla, pero cuando hubo problemas con los rebeldes decidieron que me quedara a cargo de la armería.
No sólo Aimé pisa fuerte. Sus colegas Cecile Anani, de 22 años, y Marie Giligu, de 20 casada y con dos hijos también están dispuestas a conquistar un terreno hasta ahora vedado. Si hay furtivos, no dudaré en utilizar las armas, me gusta el parque y quiero defenderlo, asegura Anani. Y Giligu apunta: Sabemos que es un buen trabajo. Todos creemos en la importancia para la región de un buen parque con muchos animales. Sorprende que actitudes como éstas no provoquen el rechazo que cabría esperar. Ahora las mujeres son más fuertes y dinámicas que los hombres, pueden hacer patrulla lo mismo que nosotros sin perturbar al grupo ni ser un problema para la familia, dice Bradi Francas, de 66 años, jubilado el año pasado tras 35 años de guarda en el parque. Sentado delante de su cabaña, Francas sonríe con picardía: Si en Europa hay mujeres militares, ¿por qué no en el Congo?.
Pero los cambios son más lentos de lo que parece. En la escuela de Nagero, el principal poblado del parque, donde viven unos 1.500 habitantes, niños y niñas, vestidos con uniforme azul y blanco, se apretujan en las cabañas de adobe y paja en unos bancos inverosímiles que ellos mismos han tallado. Moko, baramoko, epesi moko, repiten en letanía los párvulos recitando la tabla de multiplicar del uno. La primaria es obligatoria, pero los maestros reconocen que todavía hay muchas niñas a las que sus padres no dejan asistir a la escuela porque tienen que trabajar en casa.
Jean Marie Mafuko se educó en una escuela como ésta. Tiene 30 años y está soltero y orgulloso de ser el médico de un parque africano. Es la primera vez en el Congo. Mafuko, tres años en Garamba, se declara un niño de parque. Nació en el de Virunga, donde su padre era conservador, y luego se trasladó a éste. Conozco bien el medio y me gusta. Es difícil vivir aquí sin buenas escuelas, comercios o teléfono, pero es importante tener una estructura capaz de hacer una medicina básica, porque estamos en una provincia subdesarrollada. No hay cerca hospitales y las carreteras son malas.
Su consultorio, en el que le ayudan tres enfermeras, tiene un pequeño laboratorio donde puede hacer el test de la malaria, uno de los mayores problemas de salud de la zona, junto con las enfermedades respiratorias e intestinales. ¿Y el sida?, el sida, dice Mafuko sin dejar de sonreír, es un gran problema Hay mucha promiscuidad sexual y tenemos un nivel alto de sida en los poblados y en el parque. Hombres y mujeres son promiscuos, y nadie quiere usar preservativos aunque los regalamos. Se niegan a aceptar el problema. Mafuko insiste en la importancia de dotarse de buenas infraestructuras y pistas. Tener un buen centro de salud es necesario para los habitantes de la zona y para los turistas.
Pasan los días y ni rastro de los rinocerontes. Cuando apenas quedan 48 horas para que los expertos suspendan la búsqueda, por la temporada de lluvias, los nervios crecen a medida que disminuyen las expectativas de encontrarlos. El piloto Carré, entre pasada y pasada de avioneta, mantiene que no hay que perder los nervios. En la campaña de recuento de 2006 habíamos trabajado 15 días sin ver ni un rinoceronte, y el último día, en la última hora, cuando ya no esperábamos nada, salió uno. Mientras tanto, el centenar de hipopótamos afincados en La Maternitè retozan en el agua. De vez en cuando, los machos aburridos se pelean, chocan sus bocazas abiertas y empujan al contrincante en un gesto más teatral que amenazador. Parecen inofensivos, pero ¡cuidado! Hay que verlos al amanecer cuando vuelven al río después de pastar toda la noche. Su vista es deficiente, pero si adivinan que hay alguien cerca, sus corpachones emprenden una carrera hacia el río con una agilidad sorprendente. Entonces más vale no interponerse en su camino. Esas moles de patas cortas simplemente embisten y aplastan. En África, hipopótamos y búfalos son los mayores causantes de muertes.
Termina abril en Garamba y, a diferencia del cuento de Augusto Monterroso, al despertar del sueño, el rinoceronte no estaba allí. Pero Arranz no quiere darse por vencido. Tenemos un margen hasta diciembre. Cuando pasen las lluvias seguiremos rastreando por tierra y aire, con la avioneta y el ultraligero, y si para entonces no aparece algún rinoceronte, los daremos por extinguidos. No podemos pasarnos la vida persiguiendo algo que quizá ya no existe.
¿Se ha extinguido el rinoceronte blanco norteafricano? Hasta diciembre queda alguna esperanza.
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