La burbuja oriental
Ellos suelen decir: "Nunca verás a un chino pidiendo en la calle". Y luego añaden un refrán, para explicarse: "Si tienes los brazos bien y las manos bien, ¿por qué no te buscas la vida?".
Son la comunidad inmigrante más hermética. Poblada de mitos. Acostumbrada a resolver sus problemas desde dentro, a no molestar jamás al español, a pasar inadvertida. Los pioneros llegaron a España en los setenta con la barrera del idioma y la idea de trabajar a destajo, hacer dinero y montar un negocio. Tres décadas después hay más de 126.000 chinos con residencia legal en este país. Son el cuarto colectivo de extranjeros extracomunitarios, por detrás de ecuatorianos, colombianos y marroquíes. Esquivos al primer encuentro, abren las puertas de su casa en cuanto cogen confianza. Los más jóvenes ya pronuncian con deje de barrio en Madrid, con acento catalán en Barcelona. Los ancianos viven a caballo entre China y España. A muchos les ha ido bien. Quieren disfrutar de la jubilación y de sus nietos.
Cloc, cloc, cloc. Ruido de fichas sobre el tapete. Las uñas largas, los dedos finos, 148 bloques con caracteres chinos escritos en su anverso sobre la mesa. Los mueven, los remueven. Ocho manos huesudas. El sonido recuerda a una partida de dominó. Cloc, cloc, cloc. Y roban ficha. Mientras sus hijos, yernos y nueras fuman y apuestan al mahjong en el sótano del chalé, María pronuncia en el salón su verdadero nombre, muy gutural: Zong Chan Ye. Dice que el apodo español se lo dio hace 20 años un cliente de su restaurante chino en Villaverde Alto, barrio del sur de Madrid. Rebautizó de forma práctica a la familia: María y David, los padres; Rosa, Yolanda, Carolina, Diana, David y Jesús, los hijos. Les hizo gracia. Se llaman así entre ellos. Se apellidan Ruan por el padre, que murió de cirrosis en 1996. Y les gusta presumir de ser la familia china más numerosa de España, con unos 300 miembros.
María le dice a su hijo David que se casó a los 21; él traduce. Cuenta que vivía en una aldea junto a Qingtian, en la provincia de Zhejiang, al sur de Shanghai. De esta región, de más de 40 millones de habitantes, viene el 80% de los chinos que viven en España. Muchos son familia, la mayoría se conoce. Sus historias se parecen. La saga española de los Ruan comienza a principios de los setenta del siglo pasado, cuando el menor de seis hermanos decide marchar a Macao a buscarse la vida. De allí se embarca a Brasil, y luego a Portugal. En 1974, el joven Ruan se establece en Madrid, donde el señor Chen, el primer chino, dicen, que llegó a España; hoy un anciano enfermo de cáncer y dueño de Tao, una de las mayores cadenas de comida oriental del país, le emplea de lavaplatos en su restaurante Gran Muralla. Cuando ahorró lo suficiente, el joven llamó a la familia. Les dijo que quería abrir su propio negocio de cocina asiática, que otro compatriota aportaba parte del dinero en concepto de préstamo. Necesitaría ayuda. Primero vinieron el marido y sus hermanos. Luego, María voló a España con los hijos. Era enero de 1985, dice, y ofrece un pedazo de tarta. Hoy cumple 60 años y está de celebración.
La familia llevaba un tiempo sin juntarse. Los 21, entre hijos y nietos, quizá desde que la bisabuela cumplió 100 años. Pero la bisabuela murió el año pasado en Madrid. La llevaron a enterrar a China, como al marido. Ellos dicen, con otro de sus infinitos refranes: "Las hojas del árbol vuelven a caer sobre las raíces" (éste en concreto lo aportó el cónsul general de la República Popular China en Barcelona). Por eso apenas hay entierros chinos en España. Les gusta descansar en su tierra. Fin del misterio.
María quizá elija morir aquí. Se ha nacionalizado española, como sus hijos y otros 4.200 inmigrantes chinos, desde que lo hiciera el primero, en 1988. Últimamente pasa temporadas largas en China, disfruta de su jubilación. Ha comprado una casa en Qingtian. Tiene allí a sus hermanos. De España dice: "Mucho gusta, bueno, mejol, bien está". De niña trabajaba la tierra, arroz y cereales; su padre fue barquero en el río; su marido, obrero en una fábrica de papel de baño. Hay música de fondo en el salón. Las nietas bailan basculando el tronco rígido, con las manos en aspa a la altura de la cara, como si imitaran a un pájaro. Pantomima tradicional sobre sonido pop. Hace un rato le cantaban el cumpleaños feliz a la abuela. En chino y en español, la melodía no cambia. María dice que está orgullosa de su familia, satisfecha de haberles dado lo que tienen.
Sus dos hijos varones heredaron cada uno un restaurante después de casarse. Así lo manda la tradición. Jesús Ruan, el benjamín de la familia, propietario del chino Prosperidad I, recuerda la única vez que se escaqueó del trabajo. Un viernes por la tarde, a los 14 años, con los colegas del barrio. Quiso dar una vuelta por la noche. Volvió al restaurante cuando los platos vacíos de los últimos clientes. Su madre lo fulminó con la mirada. Quedó claro que eran diferentes.
Él tiene su teoría: "La generación cero, los que nacimos en China y vinimos para acá, somos incompatibles con los españoles". Jesús creció en los barrios del sur de Madrid. Aprobó COU y suspendió la selectividad. Salió durante una temporada con una universitaria española, pero apenas se veían, y menos en fin de semana. Cosas de la generación cero. A los 25 se casó con una mujer china, Cristina, y entre ambos regentan ahora el restaurante "de barrio" y "de comida china para españoles"; facturan unos 2.000 euros diarios, 4.000 si se da bien la jornada, como el domingo del Día de la Madre. Jesús se ríe de los mitos de su comida. La pasta, dice, es de una marca blanca de Gallina Blanca. La carne se la sirve el mismo carnicero del barrio desde hace 15 años. La verdura la trae de Mercamadrid. Los rollitos no son más que ternera triturada, brécol y harina. "Y la salsa agridulce la hacemos nosotros: 25 litros cada tres días. Lleva vinagre, azúcar, colorante rojo y fécula de patata". La fécula es el secreto de casi todos los platos: la echan para espesar las salsas.
Es por la tarde, y el bebé de los Ruan corretea por entre las mesas del restaurante. Detrás va la cuidadora, una recién llegada. Tiene habitación propia en el chalé del extrarradio que el matrimonio Ruan compró el verano pasado. Todo inmigrante chino que se precie contrata una cuidadora, figura imprescindible para criar un hijo. Los padres descansan un día a la semana, exagerando. "¿Por qué trabajo tanto?", se pregunta Jesús, mientras mira a su hija. "Con ella será diferente. Pero yo no voy a cambiar. Ya estoy acostumbrado".
Cuando cierra el restaurante suele echar unas manos de póquer con sus empleados. Apuestan con timidez porque "son trabajadores". De vez en cuando monta en el local una timba en condiciones con sus amigos "propietarios". "A los chinos nos gusta mucho el juego", dice. El día en que se celebró el cumpleaños de Zong Chan Ye en el chalé de Jesús, los hermanos y cuñados devoraron a toda prisa una mezcla de chorizo con wasabi, chuletillas, cangrejo chino y jamón serrano para pasar la tarde apostando al mahjong en el sótano. El padre les mostró las reglas de este dominó milenario cuando eran niños. Jesús se perdió la partida, mientras mostraba su casa de cuatro alturas. "Los muebles los compró mi mujer", explicó mientras encendía y apagaba las luces moradas de su dormitorio. "Se marchó a China con mi cuñada y entre las dos se trajeron un contenedor entero en barco".
En Nochevieja, los Ruan se encontraron en el Casino Gran Madrid. No habían quedado. "¡Allí estaba toda la comunidad china de Madrid!". También se los ve a menudo en los bingos. Una de las hermanas de la familia se despidió después de ser entrevistada: "Me voy al bingo, ahora que tengo un rato libre". Y suelen contar anécdotas de compatriotas que perdieron su imperio en una noche de cartas. Dilapidan una fortuna, "pero al día siguiente los ves trabajando".
Les obsesiona sacar adelante un negocio. Cambian si les va mal. Son emprendedores. Un tercio de los 65.000 chinos afiliados a la Seguridad Social cotizan como autónomos, proporción que sólo superan daneses, británicos y holandeses. Abren un local en cualquier esquina y se adueñan de barrios enteros. Ellos dicen que no tienen ningún secreto para conseguir un traspaso: "Simplemente pagamos más". En torno al 30%. El sobreprecio lo suplen con su mano de obra barata y su capacidad de echarle horas, además de las ayudas a la exportación del Gobierno chino para sus compatriotas.
Transformaron Lavapiés, barrio céntrico de Madrid que cuenta con unos 700 comercios chinos. La época dorada se vivió a principios de siglo, cuando hasta allí llegaban camiones de España, Portugal y el sur de Francia en busca de mercancía al por mayor y los orientales firmaban alquileres de 6.000 euros por un local de 60 metros cuadrados. Ahora empiezan a notar la asfixia por el descenso en el consumo. Pero tampoco se quejan. Nunca lo han hecho. "Por esta puerta jamás ha entrado un chino a pedir nada", dice Manuel Osuna, presidente de La Corrala, la asociación del barrio. Se lleva bien con ellos. Le saludan en la calle, echan un pitillo, comentan algo. Siempre se acuerdan de él cuando celebran alguna reunión. "¡El mejor marisco lo he probado con ellos!", exclama Osuna.
La comunidad china cuida a la autoridad, y ha entendido que para resolver sus problemas en España ha de estar unida. Unos pocos hacen de voz para el resto. La papeleta suele recaer en los ancianos, los ricos. Es su cultura, muy jerarquizada. Por ejemplo, detrás de la Asociación de Empresarios Chinos, con peso en este país, se encuentran seis de las fortunas asiáticas más jugosas. Los chinos son hábiles para el trato. Buenos relaciones públicas, pelean por sus intereses. Acostumbran a invitar a cenar a las autoridades locales de los municipios donde tienen un negocio, a jefes de policía, a empresarios españoles. Una buena comida en algún restaurante asiático de prestigio, o se los llevan a China de viaje y les muestran oportunidades de negocio. Siempre toman una fotografía del encuentro, para que quede constancia.
"Aquí todos los chinos tienen una foto con Maragall", bromeaba una autoridad local catalana. En el salón del Consulado de la República Popular China en Barcelona, una imagen da fe: aparece el cónsul Wang Shixiong estrechando la mano del presidente de la Generalitat, José Montilla, sucesor en el cargo de Maragall. Ambos sonríen. Shixiong asegura que el éxito de sus compatriotas en España consiste en su laboriosidad: "No conozco chinos en paro. De hecho, según me dicen los dueños de empresas, faltan trabajadores de mi país". Shixiong explica que el hermetismo chino ha comenzado a diluirse. Superada la barrera de la lengua, con un negocio en marcha, no existen muros a la integración. "Los que han nacido aquí, ya no quieren volver. Creo que elegirán morir en España". Los chinos empiezan a ir a las universidades, añade. Hay cerca de 400 estudiando un grado superior en Barcelona, casi 2.000 con autorización de estancia por estudios en España. Le dan importancia a la educación. "Casi todos llevan a sus hijos a colegios privados", apunta el cónsul.
Ling Ling, de 27 años, se mueve en círculos de estudiantes, con amigos de la Embajada. Es un perfil atípico en España: estudió filología hispánica; su padre es propietario de una fábrica en Tien Jin; su madre, funcionaria. Rostros de la nueva China. A Ling le preocupa encontrar un trabajo en condiciones; eso, y que ya anda en edad casadera: "Mis padres quieren que vuelva". Ella viste con aires europeos, una boina ladeada sobre la melena. Movió la cadera con tres amigas delante de unos 2.000 chinos en la fiesta del año nuevo, en febrero. Sonaba Britney Spears. Aun así ve una barrera cultural con los españoles: "Aquí los jóvenes son demasiado libres. No piensan mucho o nada en el futuro. En China hay mucha competencia, y eso nos obliga a pensar en el futuro".
A una decena de kilómetros de la casa consular de Barcelona, dos niños chinos de ocho o nueve años jugaban a las cartas un jueves por la mañana. Apostaban dinero en el salón de la vivienda, sobre una mesita. La madre abrió la puerta a los dos agentes, porque éstos han aprendido a decir ?policía? en chino. La mujer no hablaba ni palabra de castellano. Le acercaron el teléfono móvil para que se entendiera con la intérprete. Contó que habían llegado hacía tres días a Barcelona. Sin papeles. Estaban ?de paso?, como dicen todos. Habían convertido el salón en su casa, con ayuda de unas cortinas.
La escena la relataban dos agentes de la Unidad de Cooperación (UCO) de la Guardia Urbana de Badalona (Barcelona; 220.000 habitantes). Habían dedicado la mañana a visitar pisos patera, una realidad extendida en este municipio en el que ?es imposible calcular cuántos chinos hay realmente; esa cifra es indeterminada e indeterminable?, según Ferran Falcó, el teniente de alcalde. El censo dice que allí viven 3.365 chinos, que son el tercer colectivo de inmigrantes. Al contrario que otras comunidades, los chinos no suelen acudir nada más llegar al padrón municipal: sólo se han censado 96.000 en toda España, según el Instituto Nacional de Estadística (dato de 2007), cuando hay 30.000 chinos más en posesión de un permiso de residencia.
La UCO de Badalona se ha convertido en un referente en Cataluña por su acción directa sobre la inmigración. "Estamos a medio camino entre el trabajador social y la policía. Vamos a las casas y les decimos que tienen que escolarizar a los niños. Que no pueden vivir 17 personas juntas", resumían los agentes mientras conducían hacia un taller textil, el único que no cerraron el año pasado de los 20 inspeccionados. "El negocio tiene licencia, salida de emergencia, hasta extintores; los trabajadores son legales. Pero el local está cerrado a cal y canto. Parece clandestino. Al jefe le gusta echar la reja. Y así se pasan el día los chinos, sin ver un rayo de luz". Llamaron al timbre de un edificio con los muros desconchados. "Varios de ellos ya se habrán escondido cuando entremos", dijo uno de los agentes. Un minuto después asomó una cara de ojos rasgados.
"Los chinos existen, pero no los ves", había avisado el regidor Falcó. "Son una comunidad muy hermética", había contado a su vez Dionisio Jiménez, jefe del Grupo VI de la Unidad Central de Redes de Inmigración de la Policía Nacional, dedicada en exclusiva a los asiáticos. Quizá por eso, los chinos despiertan tanta curiosidad. A los recién llegados, añadió Jiménez, no se los ve porque apenas pisan la calle. Pagan fortunas por el sueño español, 20.000 o 30.000 euros. "La mitad suelen aportarla de antemano, y el resto lo van pagando durante seis o siete años, trabajando 14 o 15 horas diarias". El régimen es de semiesclavitud, pero la palabra "víctima" hay que escribirla entre comillas: "Apenas existen denuncias, porque vienen por voluntad propia, y la mayoría son de la misma zona, de Zhejiang; se conocen. O incluso son familiares de las redes de inmigración". Llegan en tren y autobús, en los contenedores de los barcos, o en avión, con pasaportes falsos. "Luego saldan la deuda en una habitación copiando CD y DVD; de albañil o de chapuzas en algún local, nunca de cara al público, o en talleres clandestinos". Algunas mujeres son obligadas a prostituirse. En 2007, el Grupo VI desarticuló tres redes chinas dedicadas a la prostitución, cuatro dedicadas a favorecer la inmigración ilegal y ocho destinadas a la explotación laboral; detuvo a 60 responsables; liberó a 141 víctimas.
En el taller textil de Badalona, las víctimas sonríen con los mofletes colorados. Hace calor, a pesar de los ventiladores. Cuatro mujeres, tres hombres; todos muy jóvenes. Ni palabra de castellano. Enseguida muestran su tarjeta de extranjero, el NIE. Son legales. El documento dice que vienen de Wenzhou, en Zhejiang. Con ayuda de un calendario de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 explican que llegaron a España hace un año. El taller consiste en cuatro paredes que dan a la calle, oculta tras el cierre metálico; unos 40 metros cuadrados. Una mesa en el centro, otras tres contra las paredes. Una balda repleta de rollos de hilo, pedazos de tela apilados. Las máquinas en fila sobre las mesas dejan intuir el trabajo en cadena: una para los botones, otra para repuntar, otra para los ojales, otra para la etiqueta; 18 en total. Uno de los agentes pregunta:
"¿Cuánto trabajas tú?
Cuatro.
¿Y ella?
Ocho".
Se refieren al número de horas. En la calle, el agente comenta: "Son las únicas palabras que conocen. Ésas las tienen bien aprendidas". Añade que todos viven en el edificio, apiñados en la planta de arriba.
Ascensor hasta el undécimo piso en un bloque de Villaverde Alto (Madrid). Martes, 10.30. El adorno del todo a cien cuelga de una de las puertas. Un corazón formado por ideogramas chinos pide felicidad para los novios. Papel rojo con ribetes dorados. Rui Ye, de 24 años, recibe vestido de boda y en pantuflas. Tiende una mano sin soltar de la otra el mando de la videoconsola. Acento madrileño. Dice que no sabe con exactitud lo que pone en los carteles colgados por la casa. "Llevo aquí toda la vida, desde 1989". Se casa hoy con una chica china. Con respeto al ritual budista, pero no inscribirá el matrimonio en ningún registro. Casi ningún chino lo hace ya. "Después es más fácil divorciarse", suelen decir. En la mesa de centro hay todo tipo de frutas y aperitivos, como carne de ternera seca en un envoltorio sin una palabra en español. Van llegando los amigos e invitados más cercanos. Ofrecen un cigarrillo tras otro, sinónimo de hospitalidad y de conversación.
Comienza el peregrinaje. Una limusina marca Hummer de 12 metros con capacidad para 10 personas encabeza la fila de coches. En ella va el novio con amigos y familiares. (El alquiler de un día sube de los 1.000 euros). Le siguen Lexus y Porsche todoterreno, BMW, Mercedes, un Mini descapotable. Una decena de vehículos decorados con lazos y flores cruza Madrid hasta el barrio de Vallecas. Los nativos levantan la vista a su paso.
Primera parada, casa de la novia. Aquí, las amigas y madrinas intentarán impedir la entrada a los varones. ?Hay que sacarla de allí. Llevársela como sea?, dice uno en el descansillo. Llaman, se abre una rendija. Y los 12 chicos quieren tumbar la puerta. Dentro de la casa, el teatro dura 20 minutos. El novio lleva guardado en el chaqué un fajo de sobres rojos. Algunos con 50 euros, otros con 100. Las amigas prueban si se merece a la novia: "¿Diez razones por las que te quieres casar con ella? ¿Eres capaz de decir ? te quiero? en seis idiomas?". Si el novio no convence, paga con un sobre rojo; si acierta, se acerca al dormitorio donde la novia, Tien Ling Xu, espera vestida de blanco.
La casa, de unos 40 metros cuadrados, acaba a rebosar. Los novios se dejan grabar y retratar sobre la cama, cada uno con un cuenco de sopa de bolas de arroz. Se lo ofrecen a cucharadas en señal de compromiso. La familia de la novia ofrece a los invitados ojos de dragón, fruta entre la uva y el lichi, y nueces chinas, ahuevadas, de cáscara lisa.
Siguiente parada, el parque del Retiro. Los chinos de Madrid suelen elegir este lugar para retratarse. Rui y Tien Ling posan junto al Paseo de Coches. Después, la foto de familia en la escalinata del Palacio de Cristal. Los cerca de 40 chinos trajeados se citan a las nueve para la cena y la ceremonia en "el mayor restaurante chino de Europa", tal y como se anuncia Shangrila. El local, de 2.222 metros cuadrados y capacidad para 800 comensales, es fruto del poderío económico de los primeros inmigrantes chinos, los ancianos ahora. La familia Chen, que hizo dinero con sus restaurantes Gran Muralla, y los Long, dedicados a la venta al por mayor de bolsos y marroquinería, con tiendas por toda España, se unieron por medio del matrimonio de sus hijos, que son quienes manejan los negocios ahora. Los Long se unieron a su vez a los Liu. Y entre los tres clanes aportaron el capital mayoritario para esta pagoda desmesurada y luminosa situada en un polígono industrial de Leganés, al sur de Madrid.
Lo que hay en la bandeja son unas 30 lenguas de pato, el picoteo. Con 30 mesas, salen 900 patos deslenguados. Los invitados van entrando poco a poco. Cuando por fin están todos sentados, la familia pide que abandonen la sala. Jaleo, ruido. Salen y forman en fila para volver a entrar, muy ordenados. Los novios y su familia se sitúan a la puerta del comedor, junto a una urna. El cámara y el fotógrafo graban cómo cada uno de los invitados saluda a los miembros de la familia y deposita un sobre en el recipiente. En el sobre va el obsequio a los novios, entre 300 y 400 euros en metálico. Las cantidades suelen evitar el cuatro, cuya pronunciación en chino coincide con la palabra muerte, y la suma dependerá de la proximidad a la familia y del caché de la boda. Ésta, indicó uno de los asistentes, era de propietarios, no de trabajadores. "Al final, los chinos hacemos negocio hasta en nuestra boda. Siempre hay más ingresos que gastos", añadió.
Mientras desfilan los primeros platos del menú, un presentador contratado oficia la ceremonia, micrófono en mano, desde el escenario del fondo de la sala. Padre y madre de ambas familias se sientan en los extremos. La novia ahora va vestida de rojo, el color del amor, y, junto a Rui Ye, saluda a las dos familias inclinando el torso. Ofrecen té a los padres. Lo beben. Ya pueden llamar papá y mamá a los suegros. No entienden del todo al presentador cuando les pregunta en chino: "¿Aceptas a esta mujer como tu esposa?". Son jóvenes, han ido perdiendo las raíces; pero aceptan e intercambian una alianza de oro blanco con diamantes, y dan paso a los espectáculos: bailes y canciones tradicionales, un karaoke chillón. En los laterales del comedor hay habitaciones privadas para que no tengan que verse la cara algunas familias enfrentadas.
A las tres de la madrugada apenas quedan invitados. Muchos se marcharon a medianoche. Tenían que abrir el negocio a primera hora. Uno de los presentes había comentado al principio: "Fíjate bien en los chinos cuando se emborrachan. Se les pone la cara colorada como un cangrejo". Al novio, los amigos le han ido alegrando con juegos de preguntas y respuestas. Es la costumbre. Rui Ye se despide con los ojos hinchados y una broma: "¿Cuánto nos vais a pagar por el reportaje?". La mentalidad emprendedora.
La familia Ye ha levantado un imperio de importación de cosméticos, pero lo primero que hicieron los padres al llegar a España fue trabajar en un restaurante. Luego montaron su negocio de cocina asiática. Lo intentaron con un todo a cien y llegaron a vender género sobre una manta por la calle. Hasta que encontraron el filón de los productos cosméticos. Ming, de 31 años, el hermano mediano, se prestó a enseñar una de las naves de la familia, en el polígono Cobo Calleja de Fuenlabrada (Madrid). Allí hay registradas 374 empresas chinas, la mayoría de venta al por mayor, como la de los Ye. El de Fuenlabrada es uno de los tres polígonos chinos más grandes de Europa, junto a uno en los suburbios de París y otro en Roma. Un microcosmos asiático en el que uno puede encontrar desde horquillas hasta paneles solares.
La fiebre china de la venta al por mayor empezó hacia el año 2000, según Andrés de las Alas, responsable de Industria del Ayuntamiento de Fuenlabrada. Los Ye llegaron en 2003. Ming muestra los 925 metros cuadrados de local diáfano, con cientos de productos en los expositores. Pintaúñas de marcas desconocidas a precio irrisorio, jabones, perfumes. Bajo uno de los estantes de colonias dice: "Estilo Paco Rabanne". Ming, que trabaja allí 365 días al año, explica que no compran falsificaciones. "No puedes copiar la marca, pero puedes imitar el olor".
Han ido aprendiendo. "Hace unos años se daban bastantes intervenciones policiales por falsificaciones. Ahora, un 90% de la mercancía está dentro de norma", aseguraba el responsable de Industria de Fuenlabrada. El grupo de policía encargado de delitos contra la propiedad intelectual confirmaba el descenso de la piratería: "Ya tenemos hasta casos en que los chinos denuncian copias de sus diseños por parte de compatriotas". Empiezan a tener sus marcas, como Zexy Nice, nombre registrado de lencería de bajo coste. Desde Cobo Calleja, la línea de ropa interior ha vendido 30 millones de prendas.
Para distinguir una falsificación hay que afinar el ojo. En uno de los comercios del polígono Badalona Sud, algo menor que el de Fuenlabrada, los agentes de la Guardia Urbana señalan unas gafas de sol: "¿Ves el águila dibujada? Es una falsificación de Armani". Se dan una vuelta por las naves, de incógnito, no intervienen. "No nos interesa coger cuatro gafas, sino descubrir cuatro camiones llenos, coger al de arriba". En uno de sus últimos golpes con los Mossos d?Esquadra intervinieron prendas falsas de Gucci y Louis Vuitton, y 54.000 pares de calcetines de Tommy Hilfiger que no lo eran, por valor de siete millones de euros.
En Cobo Calleja, Ming fuma en su BMW 330 con asientos de cuero. Conduce hasta el almacén de ITC, el mayor del polígono, de 10.000 metros cuadrados, y muestra, un poco más allá, Mercachina y Chinacenter, dos naves inmensas divididas en tiendecitas. Ambas son propiedad de la adinerada familia Long, dueña de 30.000 metros cuadrados en Cobo Calleja. El traspaso de un comercio en uno de sus centros comerciales puede alcanzar los 120.000 euros.
Muchos chinos han hecho dinero. Sus hijos, la generación uno, viven mejor que sus padres. Trabajan mucho, pero también les gusta la juerga. Entre los varones se habla sin tapujos de noches en Ibiza, de borracheras, de prostitutas. Su forma de divertirse es de puertas adentro. Sus lugares de ocio suelen estar divididos en celdas privadas. Organizan fiestas en reservados. En el Qiangui, en Usera, uno de los karaokes más conocidos de Madrid, ni siquiera dejan pasar a occidentales. En la puerta, entre una maraña de caracteres chinos, se lee la palabra 'Party'. Dentro hay una barra en la que se sirven copas y las puertas de acceso a los privados. Es todo lo que se puede ver del local. Enseguida el encargado grita: "¡Fuera!". Y fuera se leen dos carteles en español. Uno dice: "Reservado el derecho de admisión". El otro: "Prohibido el consumo de drogas".
Hace poco, la policía decomisó por primera vez estupefacientes elaborados por chinos y destinados a chinos: 36.000 pastillas y tres kilos de una sustancia novedosa, el kin. En realidad era clorhidrato de ketamina (calmante para caballos), que se hierve junto a otros productos químicos hasta conseguir un polvo blanco que se esnifa y hace perder la noción de uno mismo. "¡Los chinos andan como locos con el kin!", comentaba un español que ha compartido fiestas con ellos. El jefe de la brigada encargada del caso añadió: "¿Y no es esto un síntoma más de que empiezan a integrarse?". Luego se despidió apresurado. Esa noche, dijo, un grupo de empresarios chinos le había invitado a cenar en el mayor restaurante asiático de Europa.
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