Líder a su pesar
Nos ve de lejos y viene de frente. Es un gitano bien plantado. Alto, sólido, elegante. Con las hechuras propias de su casta y de sus años de futbolista bregado en el centro del campo. Tiene el gesto muy digno, el pelo muy negro y la camisa muy blanca. Tiende la mano y mira a los ojos. Los suyos, tristísimos, ganan el pulso. Los del prójimo claudican ante la mirada doliente de un espectro. Porque Juan José Cortés Fernández, este hombre de 38 años en la flor de la edad, está muerto por dentro.
Su vida se detuvo a media tarde del 13 de enero de 2008. Ese domingo de perros se apagó su estrella. Mari Luz, su hija de cinco años, salió de casa a comprar palomitas en el quiosco de la esquina y no volvió. Después vinieron 54 días con sus noches buscándola debajo de las piedras. Pregonando su nombre a los micrófonos. Mostrando su carita guapa a todas las cámaras que le ponían delante para que nadie olvidara que la niña de sus ojos faltaba de casa. Hasta que apareció.
Flotando en la bocana del puerto de Huelva. Muerta desde el día que faltó. Vestida con la faldita vaquera y el chaleco de estrellas que le puso su madre esa mañana. A 13 kilómetros de su portal de la plaza Rosa en el barrio de El Torrejón. En la mismísima manzana donde vivía también su presunto asesino, Santiago del Valle. Un pederasta reincidente condenado por abusar de su propia hija y que estaba libre por una indignante serie de errores judiciales y la intolerable lentitud de la justicia. Eso lo remató.
Saber que su hija "podría estar viva si ese criminal hubiera estado en la cárcel" fue la puntilla. El gitano sensato y elocuente que emocionó a todos con la búsqueda de su hija, el padre deshecho que enterró a su pequeña arropado por todo el país, el carismático pastor evangelista que logró apaciguar la sed de venganza de los suyos, clama justicia.
Se ha impuesto una misión. Quizá la última. "Reunir hasta octubre tres, cuatro millones de firmas a favor de la cadena perpetua para los pederastas asesinos y de un registro donde se consignen los nombres de esos miserables sin misericordia". Para que ningún otro padre sepa lo que es vivir muerto en vida. Porque desde hace seis meses, a pesar de los kilovatios de los focos que iluminan su calvario, Juanjo Cortés Fernández, el primogénito de Juan el de Algeciras y Mari Luz la extremeña, vive a oscuras.
-Ha pasado usted su tragedia cara al público desde el primer día. ¿Cuándo llora?
-A solas. Tengo que llevar el dolor atroz de haber perdido a mi niña sin dejar la batalla para que se le haga justicia. Primero fue el tiempo de buscar a mi hija; después, el de encontrar al asesino, y ahora es el de luchar. Ya llegará el tiempo de llorar, que es el lamento de los cobardes. Comprendo a quien no entiende mi lucha. La vida se puede mirar con las luces cortas o largas. A mí me ha tocado pasar esto tan grande y he puesto las largas.
-Llorar es humano.
-También controlar los sentimientos. Si no, seríamos animales. Ahora no me puedo permitir el lujo de hundirme, sería un fraude a mis otros dos hijos. Protegiéndoles a ellos me protejo a mí. Estoy preparando mi casa, porque puede llegar un día en que me quiebre y tengan que cuidar de su padre.
-Salta a la vista que está muy deprimido. ¿Cuándo se retirará a pasar su duelo?
-No sé. Me alivia la gente que me agradece mi esfuerzo por buscar justicia. Pero va a ser muy difícil. Paso cada día por el filo de la navaja. Veo desde mi ventana el sitio donde ese hombre mató a mi hija. A mi mujer y a mí nos destroza vivir aquí, pero mis hijos no quieren irse. Tienen sus amigos, su colegio, su vida. Es más fácil hacer el sacrificio que pedírselo. Siempre hemos vivido por ellos.
Juan José ha ofrecido su casa. Un segundo piso de un bloque cualquiera de El Torrejón. Las calles llevan nombres de flores, pero no se ve un triste árbol en este barrio creado en los setenta para realojar a los chabolistas de la ciudad. Hay más gitanos que payos. Infinitamente más vendedores ambulantes, operarios o albañiles que yonquis, camellos o delincuentes. Pero algunos rodales de sordidez -una torre con un cadáver viviente asomado a cada ventana, algún fantasma vagando sin rumbo bajo el sol, cierto trasiego de coches a determinada hora punta- justifican la reputación del barrio. Para muchos onubenses, El Torrejón es territorio comanche. Paro, drogas y Camarón.
Cruzando la avenida de Andalucía refulgen las facultades de la Universidad de Huelva. No hay alambradas, sino una sucesión de pasos de cebra recién pintados cada cien metros. Pero un muro invisible separa dos mundos que muy pocos cruzan ni en una ni en otra dirección. Aquí, en esta cuadrícula de calles donde lo mismo se ve planear un halcón amaestrado que una oxidada moto náutica amarrada a una farola, nació, creció y murió Mari Luz Cortés Suárez. Vino de repente, sin esperarla, como se fue. Ya había dos niños en la casa. Juanjo hijo, que ahora tiene 14 años, y Daniel, que ha cumplido 10. Irene Suárez, esposa de Juan José desde los 16, desde que éste la hiciera su mujer por la fuerza de los hechos y de la ley gitana, estaba "en planificación familiar". Pero la niña llegó de todos modos. "Fue un regalo de Dios", dice su padre, y no hay más que hablar.
La primera hija, la primera sobrina, la primera prima, la primera nieta. El nombre estaba escrito. La princesa de los Cortés se iba a llamar como su abuela. Mari Luz. La hermosa gitana extremeña que escogió su abuelo Juan cuando ambos tenían 15 años y que parió a su padre a los 16 años en el Muro de Santa Lucía. Un poblado de casas bajas que antes fueron chozas en la marisma del Odiel con una cortina como tabique entre la cama de los mayores y la de los niños que vendrían, y una nube de mosquitos como hidroaviones zumbando del ocaso al amanecer.
"¿Miseria?", Juan José se sorprende. "No lo recuerdo así. Era lo que había, nunca pasé hambre, vivíamos en la calle, nos ayudábamos los unos a los otros. Era una vida sencilla, fui un niño feliz".
Mari Luz nieta nació con habitación propia. El único segundo en que a Cortés se le quiebra la voz es al mostrar el cuarto de su hija. Una pieza diminuta colonizada por un tropel de peluches y pilas de periódicos que cuentan su triste historia. "Mira, su bolsito rojo. Esto es muy duro, aún la esperamos". El bloque hace esquina con el de los abuelos Juan y Mari Luz. Esta pareja que lleva treinta años vendiendo ropa en los mercadillos de Huelva fue una de las familias realojadas con sus niños en El Torrejón en 1977. El negocio fue para arriba, los chicos también, y cuando llegó la hora, "el manejo" les dio para regalarle la entrada de un piso en el barrio a cada hijo que se les casaba. "Hemos trabajado como mulos toda la vida, todo ha salido de nuestros pulmones", dirá luego el patriarca.
La casa de Juan José es espartana. Salón, cocina, baño y tres dormitorios en sesenta metros. Muebles de batalla. Los trofeos futbolísticos de Juanjo padre y Juanjo hijo -actual promesa, como lo fue su padre, de los alevines del Recreativo de Huelva- constituyen el único adorno de la vitrina. Un aparato de aire acondicionado para soportar la solanera que fríe la fachada, el único lujo. Es mediodía y los chicos están en el colegio. Juanjo y Daniel, dos "buenos hijos, sanos, buenos estudiantes", están levantando cabeza. Haciéndose a la idea de que su hermana chica no va a volver. Los mayores están peor cada día.
Juan José ha hecho caso del médico y toma una pastilla por la mañana y otra por la noche. Da lo mismo. No duerme. "Sólo algún rato, día sí y día no", cuando le vence el cansancio. Irene está peor. No habla ni mucho ni poco. Baja los ojos y sonríe sin ganas cuando alguien se le dirige. "Está fatal. Una madre es una madre", la disculpa Juan José. Ella no replica. Pone a cocer unos macarrones, ahueca mecánicamente los cojines del sofá y pasa el paño por la mesa del comedor mientras su marido atiende a la visita. Mira sin ver. Va descalza. Tiene 30 años. Aparenta 50.
Sólo ella sabe lo que le pasa por la cabeza cuando ve a su hombre en la minúscula tele de su salón. En enero aún no había cesado la resaca del huracán Madeleine, la niña británica desaparecida en mayo de 2007 en el Algarve portugués, y el caso Mari Luz vino a sustituirlo en los programas de información-espectáculo. El Torrejón se convirtió en un plató. Las cámaras y los micros se enamoraron desde el principio de aquel hombre sereno que pedía ayuda para encontrar a su hija primero, dar con su asesino después y, finalmente, dejar actuar a la justicia y renunciar al ojo por ojo que ansiaban los suyos. Cortés, curtido en la retórica de los sermones evangelistas, domina la escena. Es un tipo apuesto, templado, convincente. Con un verbo amplio y florido que maneja con pericia y estilo. Un cañón para los medios.
Él se percató de su tirón. Y lo explotó en beneficio propio. Entraba en todas las radios, iba a todas las televisiones, su móvil era de dominio público. "Pensé que los medios lo íbamos a devorar, pero fue él quien nos conquistó. En la última rueda de prensa lloramos todos", recuerda un periodista que cubrió el caso. Juanjo no reniega de aquel idilio. Aún hoy contesta a todo el que le llama. Lo considera un cruce de favores. "Los medios me ayudaron a que no se olvidara a mi Mari Luz y ahora me ayudan a hacerle justicia". Eso sí, ya no hay fotos de su niña. Ha descolgado del salón un retrato de la pequeña. Un cerco blanco delata su ausencia. "Hay que dejarla descansar en paz".
Irene siempre estuvo en segundo plano. Llorando. Derrotada. Ida. Había que ver su cara sentada con su marido en el mismo sofá del palacio de la Moncloa donde José Luis Rodríguez Zapatero, el presidente del Gobierno en persona, le presentaba en mayo sus respetos y le prometía un paquete de medidas contra la pederastia. Eso fue días antes de que el Parlamento aprobara por insólita unanimidad una reforma para endurecer las penas por abusos sexuales a menores y sus señorías expresaran su consideración al gitano de la tribuna de invitados. La semana anterior a que el ministro del Interior le recibiera para anunciarle un nuevo protocolo de actuación urgente en caso de desaparición de niños.
Nadie, nunca, ha conseguido un reconocimiento de tal calibre después de sufrir una tragedia personal. Juan José Cortés se ha convertido en un líder a su pesar. Lo constata Pedro Rodríguez, alcalde de Huelva. "Es un fuera de serie. Tiene influencia, personalidad, mesura, valores. De él es todo el mérito de que no haya habido más violencia. Un alcalde necesita líderes sociales, y Juan José es uno de los pies a la cabeza", dice el regidor. A Rodríguez, del Partido Popular, se le pusieron los vellos de punta sentado al lado de Cortés en el Congreso. "Está recogiendo lo que ha sembrado. Con su conducta ante una situación tan extrema, este hombre nos ha dado una lección a los políticos. A veces nos olvidamos de lo importante. Ese día, en el Parlamento había alma".
Cortés no es ningún ingenuo. Sabe que los poderosos que le agasajan le están agradeciendo su templanza ante la trágica evidencia del sonrojante funcionamiento de la justicia. Pero la gente que firma su propuesta apoya a un hombre que ha transformado su sufrimiento en acción. El público reconoce la categoría moral de un gitano puro en un país en el que el 40% de sus habitantes confiesa que no le gustaría tener como vecino a un gitano. Y su gente le saluda como un primero entre pares. Empezando por su padre.
"Cuando detuvieron a Santiago y oí a mi hijo decir a las cámaras que no le deseaba al asesino de su hija ni una hora como las que él estaba pasando, me puse a gritar, ¿pero de dónde ha salido mi Juan José?". Juan Cortés es un gitano de Algeciras echado para adelante. Un tipo carismático, guapo aún a sus 56 años, con un talento narrativo que ya quisieran muchos novelistas. Ves lo que te cuenta. No puede decirse que no ha sabido buscarse la vida.
Recién nacido Juanjo, Juan dejó a Mari Luz con el niño, se embarcó a pescar gambas en Senegal y volvió cuando el crío ya andaba. Aún no había cumplido los 18 años. Aprendió a leer descifrando letreros y fue uno de los primeros gitanos con carné de conducir de Huelva. Con su primer seiscientos emigró a Mataró. Estuvo un par de años cavando zanjas para Catalana de Gas por la mañana, boxeando por la tarde y cantando en los tablaos de Lloret de Mar por la noche antes de sucumbir a la nostalgia del sur. Entonces llenó hasta la baca su nuevo 1430 con una partida de bragas que había comprado a tres pesetas el par, acomodó a su mujer, a Juanjo y a Diego -sus dos primeros churumbeles-, y puso morro hacia Huelva. Al llegar, amontonó las bragas y se puso a vocear: "Niñas: tres, cinco duros". Desaparecieron. Empezaba a rodar el modesto emporio de venta ambulante que ha dado de comer a tres generaciones de Cortés.
Con tanto trote, Juan José no fue al colegio hasta los nueve años, en El Torrejón. Su padre lo mandó al Diocesano, el mismo donde sigue vacío el pupitre de Mari Luz. Juanjo siempre era el mayor de la clase. Pero sacaba las mejores notas. "Le exigía muchísimo", confiesa su padre. "Ahora me arrepiento de no haberle hecho tantas caricias como a sus hermanos, pero era porque veía que él podía, que era el mejor, esperaba mucho de él". Cortés hijo estudió a trompicones. Tenía que cuidar de sus tres hermanos
-Diego, Antonia y Valentín, al que le saca 14 años- mientras sus padres iban a los mercadillos, y no quería dejar el fútbol, su "sueño". Le faltaban horas. "Nunca dormí la siesta, me parecía una pérdida de tiempo", dice hoy. Dejó el colegio. Se sacó el graduado escolar por libre. El puesto familiar era un seguro, un colchón donde caer si venían mal dadas, pero él quería volar. En Huelva no nieva. Pero él había visto en las láminas de la escuela "una preciosa capa de nieve rosa" cubriendo el pico de una montaña y quiso saber si era real.
Subió algunos peldaños. Hizo un surtido de cursos de formación profesional. Buscaba su sitio sin hallarlo: automoción, fotografía, informática, animación cultural. "Tenía una inquietud, una necesidad por formarme, por tener una vida regular, por ser un ciudadano normal". Pasó del Florida, el equipo del barrio, a los juveniles del Recreativo de Huelva. Llegó a debutar con la primera plantilla en la Copa de Feria de 1989. Con el 5 a la espalda, el joven Juanjo Cortés era un defensa central con recursos, creativo, con un estilo a Maceda que no pasó inadvertido a ciertos ojeadores.
Pero la realidad es terca como una mula. "Desde chico he visto que la vida no es tan bonita ni tan perfecta como uno quiere creer o algunos te quieren hacen pensar. Es una utopía. La vida te devuelve siempre al mundo real". Llegaron las decepciones. Los sinsabores. No encontraba trabajo en lo suyo. Los que salían se frustraban. "Estuve enseñando a chicos rebotados del colegio. Quería que se enamoraran de la educación, como yo, y no lo lograba, me torturaba la responsabilidad. Luego, la Junta cortó el programa. Otra utopía". En el Recre le comía la moral ver cómo los fichajes monopolizaban la gloria -y el jornal- que se le escatimaba a la cantera. Un día, después de una lesión que le quebró las muñecas, algún primo le llevó al culto de la Iglesia Evangelista. Vio la luz.
"Tenía dentro un vacío imposible de llenar. Me decía: '¿De qué sirve todo esto?'. El impacto de la palabra del predicador, la música, el sentimiento de comunidad, esa vida social tan pura, esa sinceridad y honradez, me colmaron". También encontró a Irene. Una niña de 15 años que iba a ser la madre de sus hijos. Así fue como Juan José Cortés, un solterón de 24 años, se dio cuenta de que la nieve era blanca, estaba helada y podía uno despeñarse antes de poder siquiera tocarla. Se casó, fue padre, puso puesto en el mercadillo. Volvió al redil.
Juan Cortés tiene para sí que fue el culto el que le cortó las alas a su hijo. "Él fue siempre así: bienhablado, responsable, santurrón. Eso no se lo debe a la Iglesia, le viene de naturaleza. Es el deporte el que lo ha forjado. Si no hubiese sido por el culto, habría llegado lejos con el fútbol. Pero es su vida. Ya le regañé alguna vez y me dijo: 'Padre, ésta es mi felicidad'. ¿Qué dice uno ante eso?". Y se quiebra: "Yo sabía que mi hijo era noble, pero con esta desgracia me ha sorprendido. Esa niña era la luz de mi casa. Sujetarnos como lo ha hecho él es lo más grande que he visto. Le veo asomado a su ventana y se me parte el alma. Qué persona más buena y qué mala suerte ha tenido en la vida".
Los lunes al caer la tarde hay culto en El Torrejón. La contigua parroquia católica está desierta, pero el pequeño local de la Iglesia Evangelista de Filadelfia bulle de almas. El credo sencillo y el estilo gregario de esta fe cristiana han hecho fortuna entre los gitanos. Ellos son mayoría entre los más de 100.000 fieles que dicen tener en España. Las mujeres se sientan a un lado y los hombres al otro. Todos, viejos, jóvenes y niños, van de punta en blanco. Un coro de ocho mujeres, varias guitarras, dos órganos y un cajón flamenco saluda al Señor. Tiembla el templo. Ángel Borja, el pastor titular, da la palabra a Juan José Cortés. El pastor herido quiere predicar.
-En el bombo de la vida ha salido mi bola. Soy como aquel guerrero al que hirieron de muerte pero luchó hasta ganar. Aunque a Juanjo se le ha acabado la vida, sigue enfundado en el traje de batalla del día a día contra el enemigo. Soy un guerrero de Dios.
-¡Aleluya! -jalea un espontáneo.
-Por eso os pido que oréis por nosotros.
-¡Gloria!
-Tarde o temprano las cosas volverán a su sitio. Irene y yo os damos las gracias por vuestro apoyo. Dios os bendiga.
-Amén, sí señor.
La salida del culto es lo mejor del día. Hombres, mujeres y niños se quedan en la calle pegando la hebra. Hoy ha habido mercadillo en Niebla. Los piratas y las batitas frescas están arrasando, aunque este año el calor se ha hecho esperar. Los críos compran chucherías en el quiosco que ha salido en los periódicos. Morenas de rompe y rasga y gallitos emplumados se miden desde sus corros. Da gusto verlos. Dentro de nada empezarán a ronear. No es insólito ver parejas de 16, amarraditos los dos. Él en los huesos, ella lastrada por un bombo de ocho meses.
Juan José se rezaga charlando con su mejor amigo. Aunque sólo se llevan tres meses, José Fernández es, además, su tío carnal. El hermano pequeño de su madre. Tío y sobrino han llevado vidas paralelas. "Una existencia sencilla, basada en la familia, el deporte y la Iglesia", dice Fernández, vendedor ambulante, padre de dos chicos de 15 y 14 años, y de Yanira, una preciosidad de seis que corretea por ahí. "Mari Luz y ella eran uña y carne. Pero desde que faltó, mi niña no pregunta por su prima. Se ha blindado, es más lista que los mayores", dice su padre.
José sí que ha visto llorar a Juan José. Aullar de dolor. "La primera noche señaló la casa de Del Valle y dijo: 'Este hombre se ha llevado a mi hija, éste la tiene'. Supo desde el principio que estaba muerta". Juanjo y José se entienden sin hablar. Sólo han estado separados año y medio. Fue cuando José se fue a la mili a Badajoz y Juanjo se quedó en Huelva. Había objetado conciencia. "La violencia no es necesaria. ¿De qué te sirve tener un arma en la mano si no la vas a usar?", dice Cortés. Hizo el servicio social sustitutorio en la ONCE. Fabricando callejeros de Huelva en braille y dando clase a guías para discapacitados. "Aquello sí que tenía un sentido. Siempre he querido ayudar a los demás".
Fue por eso, "por echar una mano", por lo que se afilió al PSOE en 2003. Su otro amigo José Fernández -un payo de 37 años, defensa con él en los tiempos de los infantiles del Florida- se presentaba a las municipales y le fichó para su campaña. "Lo volví a encontrar 20 años después y retomamos la amistad", recuerda el viceportavoz de la oposición socialista en el Ayuntamiento de Huelva. Fernández, hijo de un trabajador del Polo Químico, sí ha tenido su parte de nieve rosa. Vio que no iba a comer del fútbol y se fue a Sevilla a estudiar psicología con una beca. De vuelta a Huelva se topó con Juanjo Cortés de traje y corbata. "Era presidente de la Asociación de Vendedores Ambulantes. Le convencí y se vino al partido", dice el edil. "Le falta ambición para ser un político convencional, pero es una persona comprometida y con mucha influencia en su entorno. Siempre tuvo ese carisma y esa capacidad intelectual. Ahora se ha visto que es un referente positivo de su etnia y un activo de toda la sociedad".
Cae la noche en El Torrejón. Empieza el desfile de cochazos frente a ciertos portales. Juan José sabe adónde van y qué quieren.
-Ha crecido en un barrio difícil y cría aquí a dos hijos adolescentes. ¿Teme al futuro?
-Cuando te pasa lo que a mí, te das cuenta de que la vida es lo más importante. Soy un padre exigente. Conmigo lo fueron mucho, ahora me planteo para qué. Claro que hay droga. He visto morir a amigos míos. Pero se intenta convivir con ello. Mis hijos ven limpieza en su casa. En ellos está protegerse.
-¿Lo ha tenido más difícil por ser gitano?
-No exactamente. No he sufrido marginación. A lo mejor éramos nosotros mismos quienes nos marginábamos.
Entonces interviene el tío José: "Puede que seamos nosotros los que nos encerramos en nuestro ambiente. Mira estos niños", dice, señalando a José y Dani, sus propios hijos adolescentes, que tontean con las niñas a unos metros, "ésta es nuestra manera de vivir, abierta, social, en la calle. Nos gustan nuestra cultura y costumbres; nos cuesta vivir de otra forma. Reconozco que no nos bastamos. Que el trabajo y la vida pueden estar fuera. Ojalá mis hijos estudien. Quiero que sean felices, pero me gustaría que no se fueran de mi vera".
Juanjo asiente en silencio. El tío José siempre ha tenido la facultad de leerle el pensamiento.
-Los suyos le reconocen como líder. Los poderosos le alaban. ¿Le tienta la política?
-No. Sólo pido justicia. El objetivo de un político no siempre es noble, porque busca el poder. Yo no. Mi idea de la política es luchar por los demás. Por eso sigo.
-Usted sabe que la cadena perpetua es anticonstitucional. El presidente la descartó cuando le recibió en Moncloa.
-Detrás de un cargo hay una persona, pero los políticos tienen que medir sus palabras. Yo sé lo que es el perdón, pero hay criminales que rompen vidas sin misericordia, y no podemos dejarles en la calle. Sé de lo que hablo, ahora les toca a ellos mover ficha.
En el desvencijado local de la asociación gitana de El Torrejón reposan 12 torres de papel. Ciento veinte mil folios uno encima de otro. Cada tarde, media docena de mujeres, maridos y niños abren el correo y añaden centímetros a los bloques. Son hojas llenas de firmas solicitando cadena perpetua para los pederastas. El grueso lo recogió el abuelo Juan al volante de un coche que recorrió España de punta a punta. Pero siguen llegando sobres. Se ven matasellos de Tailandia, Alemania, Estados Unidos, Australia. Hay rúbricas individuales, como la de un anciano de 90 años y exquisita caligrafía inglesa. Y colectivas, como la resma de firmas de 1.000 de los 1.400 reclusos de la Prisión Provincial de Huelva. A finales de junio se habían contado casi un millón y medio de adhesiones a la causa de un padre roto. A la llamada de un líder que nunca quiso serlo.
Los gitanos no llevan luto por los niños chicos. Juan José e Irene quisieron sepultarse bajo ropones negros cuando se fue Mari Luz. Pero los patriarcas hablaron. Los niños son sagrados. Seres puros, ángeles que vuelven al cielo antes de la cuenta. Desde entonces, Juanjo cambió el chándal del Recre que abrigó la búsqueda de su niña por una camisa blanca. Inmaculada, como la justicia que reclama.
Mientras, una Volkswagen Transporter acumula polvo en la plaza Rosa. En la trasera duerme un cargamento de ropa de invierno condenada a pasarse de moda. Es el género que Juan José e Irene llevaron al mercado de Mazagón la mañana del domingo 13 de enero de 2008. Pero ese día, a media tarde, se puso el sol en sus vidas. Se lo llevó Mari Luz.
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