Los peligros de las bodas
La madre de él estaba destrozada, y no le consolaba calcular que la de ella sería, con mucho, la más afectada de las dos, aunque ambas habían invertido semejantes dosis de dedicación, de ilusión, de esfuerzo. ¡Hay que ver, qué pareja de ingratos!, se dijo con labios desolados, no hay derecho. Y es que no lo había. Las dos llevaban ocho meses trabajando como esclavas para que el último domingo de junio todo saliera a la perfección. Hacía ya ocho meses que se habían juramentado para dar lo mejor de sí mismas en aquel proyecto que habían concebido juntas. Los protagonistas se enteraron después, pero eso daba igual, porque ¿Acaso no era por su bien? Desde luego que sí. Y por el bien ajeno, la verdad es que las dos habían estado de lo más entretenidas.
Buscar, probar, comparar y convencer, ésos habían sido los conceptos claves. Lo primero una iglesia, y para nada, porque, a las primeras de cambio, sus respectivos hijos les habían dejado muy claro que sería una ceremonia civil o no sería. ¡Qué pena, porque donde esté una buena escalinata para lucir una cola de encaje! Claro, que lo que no puede ser, no puede ser, y por fortuna quedaban todavía muchas cosas por hacer. Primero el restaurante, desde luego, y no bastaba con encontrarlo, nada de eso. También había que escoger un salón, un menú para el cóctel, otro para la comida, los manteles, las fundas de las sillas, las flores de las mesas, la ubicación de las barras, la de la pista de baile, en fin, una tarea titánica. Lo de las invitaciones fue otra, porque ¡Que no querían invitaciones, dijeron, que no hacían falta! Menos mal que las dos coincidieron en mostrarse inflexibles, ¿pero cómo os vais a casar sin invitaciones, hijos míos, pero dónde se ha visto eso? Y claro, hubo que consultar muestrarios, comparar modelos, elegir colores, redactar un texto, hacer muestras, rechazarlas, cambiar de idea. Eso fue como el aperitivo para el plato fuerte, sin duda, el vestido de la novia, que tampoco era sólo el vestido, porque también estaban los zapatos, y el tocado, y la peluquería, ¿mejor un moño o un semirrecogido? La obligaron a hacerse varias pruebas con los dos estilos, de maquillaje también, porque, claro, el peinado va en función del vestido; el maquillaje, en función del peinado, y el tocado, en función de ambos, como todo el mundo sabe, y las posibilidades son casi infinitas, diademas, peinetas, pinchos, flores, redecillas cadenas ¡Hija mía, ya que no te vas a poner un velo, dame por lo menos esta satisfacción, para que podamos empezar a pensar en las joyas!
Eso había sido todo. No había pasado nada más que eso. La tarde anterior, las dos la habían recogido en la peluquería, con un moño flamante y un maquillaje impecable, para acompañarla a elegir el tocado. Sólo querían ayudarla, aconsejarla, porque últimamente la encontraban un poco nerviosa y como desganada. Lo estaba, porque de entrada dijo que no quería nada, que no le gustaba nada, y eso era imposible. En aquella tienda tenían unas cosas monísimas, a ver, como que la habían escogido ellas, pero la niña nada, que no quería, y se sentó en una silla, sacó el teléfono, llamó a su novio, Ricardo, ¿tú me quieres? Pues ven a buscarme, por favor, porque ya no puedo más
Salió a la calle antes de que ninguna de las dos pudiera reaccionar, pero la dependienta, que era encantadora, les dijo que no se preocuparan, que estas cosas pasan, a ver, una novia tan joven, con los nervios Para lo que se entiende por joven hoy en día, la novia sí lo era, porque le faltaban unos meses para cumplir los treinta, pero ya llevaba cuatro años viviendo con su novio. Claro, que eso no lo dijeron en voz alta, y nadie lo habría pensado al verlos en la calle, morreándose como dos adolescentes desesperados. Eso no fue nada comparado con la conversación. Ricardo, ¿tú me quieres?, claro que te quiero, amor mío, es que yo ya no puedo más, no puedo con tu madre, no puedo con la mía, no puedo con tanta peineta, con tanta ballena, con tanta tontería, es que no puedo Entonces, Ricardo, con la más absoluta falta de sensibilidad, empezó a quitarle las horquillas del moño. ¡No!, gritó su futura suegra, pero él continuó, impertérrito. ¿Qué quieres tú, que no nos casemos? Ella sonrió con la cara empapada en lágrimas, ¿serías capaz de hacer eso por mí? Mientras le metía las manos en la nuca para separarle el pelo del cráneo, él sonrió también, eso y mucho más, mi vida, así que no nos casamos y ya está.
En ese momento, la madre de él se quiso morir. La de ella, blanca como la cera, ni siquiera eso. Ninguna de las dos se agachó a recoger las horquillas tiradas por el suelo. Luego, los novios pararon un taxi y se fueron a su casa, tan contentos.
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