El rey de la envidia
Recuerdo el impacto de escuchar en 1978 Is she really going out with him?, de Joe Jackson. Empezaba contundente: "Mujeres hermosas paseando con gorilas por mi calle / desde mi ventana miro fijamente mientras mi café se enfría". Finalmente, pensé admirado de reconocerme, un cantante que expresa la envidia desnuda. Sí, hay cien mil canciones sobre los celos pero la distinción es nítida: el celoso quiere conservar lo que ha conquistado mientras que el envidioso desea algo que tiene otro.
El estribillo remachaba su desolación: "¿está ella realmente saliendo con él?/¿le va a llevar a su casa esta noche?/ si mis ojos no me engañan/ algo anda mal aquí." Cuando conocí a Joe Jackson, entendí sus sentimientos: estaba musicalmente hiperdotado -solo Elvis Costello desarrollaría una carrera más ecléctica- pero era feo, irremediablemente feo. Y áspero de trato.
El celoso quiere conservar lo conquistado, el envidioso ansía lo del otro
La envidia es veneno que circula sigiloso por el negocio de la música. No tienen su exclusiva los músicos populares: se cuentan anécdotas sobre instrumentistas clásicos y cantantes de ópera que empequeñecen las modestas pasiones del pop. Y aún, los disqueros susurran sobre los equilibrios que realizan para que no se despierte la fiera entre estrellas que se cobijan bajo el mismo techo. Lo que comienza con una queja trivial -"no me promocionáis tanto como a..."- suele desembocar en relaciones insoportables.
Debo aclarar que la pequeñez del Olimpo musical español determina que crezca implacable la hierba de la envidia. Son quizás dos docenas de artistas los que graban a voluntad y pueden actuar donde y como quieran. Por debajo, comienzan las penurias: los discos irregulares, lanzados por pequeñas compañías (o autoeditados), los bolos arañados aquí y allá, el roneo constante a SGAE y las instituciones. Apenas hay clase media en este corralillo: o triunfas a lo grande o malvives.
Pero no hablemos exclusivamente de los ruiseñores. También la radio musical es un vivero de envidias. Cuando salió el tema de Joe Jackson, en España imperaba el Gran Capo de la radiofórmula. Su voluntad era ley: tenía tirria a "los gabachos" y eso determinó que la música francesa desapareciera de las ondas españolas. Se cargó a un atractivo grupo nacional que tuvo la audacia de estrenarse con un tema en francés. Urge confesar que todos los que trabajábamos en la radio envidiábamos al Gran Capo. Como presumía de rockero, la RCA le llevó a Las Vegas, para ver actuar a Elvis Presley, seguido por una audiencia con el Rey. Cuando el Real Madrid jugaba fuera de España, allí estaba en tribuna: alguna discográfica le organizaba el viaje y las diversiones correspondientes.
Tanta autoridad irradiaba el Gran Capo que apenas hubo regocijo cuando cayó (por un exceso de codicia, aseguraban). No se manifestó eso que los alemanes llaman schadenfreude, el deleitarse en la desdicha ajena. Lo que si pervivió fue la envidia por su posición dominante, el modelo de mandamás mimado con margen para arbitrariedades.
Abundan los hombres de radio que han perdido la cabeza aspirando a ese puesto. Hablo de gente con refinados criterios musicales que, puestos al frente de una cadena, han tirado todo por la borda al intentar convertir la fórmula radiofónica en una plataforma de poder personal. Un deseo fatal, ya que íntimamente deben saber que nunca podrán duplicar el férreo control sobre lo que llegaba al gran público que caracterizaba al Gran Capo.
Incluso en cadenas no comerciales, brota el mismo impulso. Están los locutores que no se conforman con premios y reconocimientos: quieren mandar y saldar cuentas con todos los que no reconocieron su excepcionalidad. O los Pequeños Capos que montan feos contubernios con las discográficas para garantizarse los estrenos de las novedades, con prohibición expresa de que los pongan simultáneamente sus odiados compañeros. Son amargados que se cuecen en el caldo de la envidia. Que un connoisseur como Honoré de Balzac define así: "esa innoble acumulación de esperanzas decepcionadas, talentos frustrados, fracasos y pretensiones heridas". Balzac también habría entendido a Joe Jackson.
Babelia
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