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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Ponte el chador, Barbie

Manuel Rodríguez Rivero

El año que viene, Barbie cumple cincuenta. Un aniversario importante que Mattel, la primera firma de juguetes del planeta, celebrará con pompa y bombardeo mediático. No es para menos. La eternamente joven muchacha, creada en 1959 por Ruth Handler, se apoderó del mercado de juguetes en el siglo pasado. Las cifras de la compañía hablan de más de mil millones -han leído perfectamente- de "unidades" vendidas en 150 países desde que vino al mundo.

Construida a escala 1/6, la ideal para sus jóvenes clientas, y convertida en objeto de coleccionismo para nostálgicas adultas que jugaron con ella (en Christie's se ha llegado a pagar 9.000 libras por un ejemplar vintage), Barbie es uno de los grandes iconos de la cultura popular. Gracias a su feminidad enfática, a sus adaptaciones étnicas, y a su deliberadamente ambigua identidad sexual y de clase con Barbie puede identificarse cada una de sus destinatarias. Barbie no tiene marido, ni hijos (aunque podría tenerlos), ni jefes, ni profesores, a Barbie no le obsesionan los curas ni los clérigos, no cree en casi nada. Barbie es Barbie. Su mundo se centra en ella misma y en Ken, su novio, que se presenta como su prolongación (o gadget), y con el que sostiene una relación de líquida intensidad postsexual. La única identidad clara de Barbie es que es un ser-para-el-consumo. A Barbie lo que le "pone" es comprar. Por eso Mattel ha ido ampliando la panoplia de modelitos, gadgets y complementos desde el mismo día que la lanzó al mundo.

Por si alguien todavía dudara de esa cualidad de icono cultural, Warhol, que tenía un olfato adiestrado, la retrató en su momento. Y en 1976, cuando sólo llevaba 17 años en este mundo, la criatura tuvo el honor de ser incluida entre los contenidos de la muy oficial time capsule que el Gobierno de Estados Unidos enterró con ocasión del bicentenario del país, para que las civilizaciones del futuro -si todo esto no se ha ido definitivamente al traste- sepan de qué iba el siglo XX.

Aunque parezca imposible, Barbie tiene enemigos. En Occidente no todos están de acuerdo con su estilo de vida, a pesar de que Barbie nunca pretendió imponerlo (al menos con las armas). Y en la "islamoesfera" su aspecto y su actitud no se consideran apropiadas, por lo que ha sido vetada por clérigos empeñados en "transformar a mujeres en fantasmas" (Élie Barnavi: Las religiones asesinas). En todo caso, su influencia en algunos de esos lugares es tan enorme que los padres que pueden permitírselo siguen adquiriéndola para sus hijas en el mercado negro de Riad o Teherán, donde nunca han podido triunfar las variedades autóctonas diseñadas para destronar a la princesa laica.

En los últimos días nos hemos enterado de que Qorban-Ali Dori Nayafabadi, un clérigo ultramontano que ejerce de fiscal general en la República Islámica de Irán, vuelve a cargar contra la cincuentona -pero aún impecable- muñeca. Y los guardianes de las esencias totalitarias desentierran de nuevo la panoplia de argumentos "antibarbiescos": que su influencia echa a perder a las jóvenes iraníes, que es un caballo de Troya introducido por Occidente para corromperlas, que su cuerpo no es precisamente un modelo de modestia islámica (demasiado pechugona, la Barbie), que sus valores no son los tradicionales. Y, en fin, que su comercialización causa un tremendo daño a la industria juguetera iraní, empeñada en colocarle a los niños la parejita islámicamente correcta de Sara y Dara (los interesados en ellos pueden consultar kanoonparavaresh.com/darasara). Por bien de la identidad islámica, si Barbie desea visitar Irán va a tener que colocarse el chador, ocultar sus formas (últimamente más rellenitas gracias al lobby antianoréxico) y comportarse como Dios -el Clemente, el Misericordioso- manda. Es curioso, la rubia asexuada (siempre me recordó a Doris Day) convertida en chica mala. Todo un carrerón.

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