Un político europeo
Con Calvo-Sotelo desaparece una figura clave de la historia reciente de nuestro país y, para mí, un ejemplo y un amigo muy querido. Conocí a Calvo-Sotelo hace más de treinta años, cuando me llamó para ofrecerme, aunque apenas me conocía, la secretaría general del Ministerio para las Relaciones con las Comunidades Europeas. Ministerio que se acaba de crear y que iba a Leopoldo como anillo al dedo, pues era un político muy a la europea con amplia cultura y dilatada experiencia empresarial. Fue Leopoldo un europeísta convencido, pero sin ilusiones. Su tenacidad e inteligencia, sus alardes culturales, siempre en un magnífico francés, despertaron el respeto y admiración en sus interlocutores. Cuando llega a la presidencia del Gobierno, había dejado asentadas las líneas estratégicas de la negociación europea.
Su tarea de presidente no fue fácil. Se inició con las secuelas del 23-F que le obligaron a actuar en un clima político enrarecido. La crisis del petróleo afectó, en sus raíces, a la economía española y el terrorismo etarra golpeó, con extremada crudeza. Visto en perspectiva, no parece creíble que fuera capaz de resolver, con éxito, el 23-F, promover acuerdos entre los sindicatos y la CEOE, integrar a España en la OTAN y adoptar iniciativas valientes en la configuración del Estado de las Autonomías. Ese esfuerzo por actuar, mirando sólo a los intereses de España, le pasó una cara factura en las elecciones de 1982. Encajó la derrota sin amargura y con un punto de distante ironía. Sólo los muy próximos a él comprendimos el enorme sacrifico personal que implica el ejercicio, con altura de miras, de la política.
En su breve periodo de oposición demostró de nuevo su inteligencia y sus capacidades dialécticas y parlamentarias. Leopoldo tenía las virtudes del buen parlamentario: cultura y sentido de la historia, verbo ágil, improvisación, ironía e incluso agresividad cuando hacia falta. No se ha hecho aún justicia a la trayectoria política de Leopoldo Calvo-Sotelo, cuya figura engrandecerá el tiempo. Tampoco buscó nunca reivindicar su persona o su obra. Sus escritos van más detrás de la metáfora brillante o la corrección literaria que la defensa de las posiciones propias.
Tuve la fortuna, en los últimos años de su vida, de compartir con Leopoldo algunas actividades empresariales -por ejemplo en el Consejo Asesor Internacional del Banco Santander- pero, sobre todo, momentos relajados de conversación, muchos de ellos con Luís Sánchez Merlo y Eugenio Galdón, que junto conmigo formábamos la tripleta que le acompañó en buena parte de su trayectoria política. Era un privilegio conversar con él, porque tenía una opinión original e informada. Situaba, con una habilidad enorme, cualquier hecho en una perspectiva histórica, y lo hacía ayudándose de una cita, de una anécdota o de una alusión bien traída. Estas referencias tenían, habitualmente, un lado irónico, pues Leopoldo era un maestro en el humor, aún a costa, o principalmente a costa, de sí mismo. Raro era el día en que nos levantábamos de la conversación sin una visión renovada de las cosas o sin un destello brillante de talento.
No se entiende el Leopoldo en privado, sencillo, afectuoso y próximo, sin Pilar y sus hijos. Pilar, su esposa, mujer extraordinaria, discreta y de gran criterio. Fue gran soporte de Leopoldo en los momentos difíciles. Mi última conversación con Leopoldo tuvo lugar hace pocos días, con motivo de mi nombramiento como presidente del Patronato de la Fundación Príncipe de Asturias. Me dijo al felicitarme: "Me has hecho una gran faena. Dados mis años, tenía pensado renunciar al Jurado de Cooperación Internacional. Contigo ahí, voy a tener que seguir". No ha sido posible, pero siempre le recordaremos.
Matías Rodríguez Inciarte fue ministro de la Presidencia con Calvo-Sotelo.
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