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Nuevas paradojas latinoamericanas

Jorge G. Castañeda

América Latina atraviesa por un momento curioso. Por un lado, en materia de crecimiento económico, consolidación de la democracia representativa, reducción de la pobreza, ensanchamiento de la clase media y respeto por los derechos humanos, hace decenios que las cosas no iban tan bien. Entre 2004 y 2007 se han alcanzado tasas de expansión desconocidas desde los años setenta; con la excepción de Cuba, y con todos los asegures que se quiera en algunos países, el poder se conquista en las urnas y las libertades fundamentales se protegen. Las debilidades indudables de este panorama están a la vista -crecimiento gracias al boom de commodities, tentaciones autoritarias en varias naciones, persistencia de niveles de desigualdad intolerables, violencia e inseguridad omnipresentes. Pero no hay comparación con el último medio siglo.

América Latina sufre ahora numerosos conflictos entre países y dentro de cada país
La independencia es difícil porque los monopolios son más fuertes que nunca

Y sin embargo, perduran dos retos ancestrales de la región, en cuya solución no parece haber avances significativos. En primer término, hace una eternidad que la zona no padecía tantos conflictos entre países, y dentro de sus países. Chile y Bolivia, Chile y Perú, Colombia y Venezuela, Colombia y Nicaragua, Colombia y Ecuador, Venezuela de una manera u otra con todo el mundo (incluyendo a España): el número de enfrentamientos fronterizos, históricos, limítrofes, marítimos y políticos es impresionante. Y en el seno de casi cada sociedad latinoamericana, la situación se ha polarizado a extremos inéditos desde lustros atrás: Bolivia y la secesión "goya", los estudiantes chilenos, México y las secuelas de la elección presidencial de 2006, Venezuela y su polarización exacerbada por los repetidos excesos de Chávez, Ecuador, Nicaragua, El Salvador en el horizonte, son todos ellos ejemplos de niveles de extrema tensión interna.

En segundo lugar, la perenne concentración del poder -político, económico, intelectual, religioso- en América Latina se encuentra más fuerte que nunca. Los monopolios eternos, públicos y privados, económicos y financieros, sindicales y mediáticos, políticos y electorales siguen poblando aterradoramente el paisaje de la región. A este respecto, un modesto pero altamente simbólico gesto y paso adelante lo constituye la demanda presentada por el que escribe al Estado mexicano, ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en Costa Rica. La audiencia pública de la demanda se llevó a cabo en San José el pasado 8 de febrero; en ella se discutieron tres temas, uno de procedimiento y dos de fondo. En los tres existen razones para guardar un cauto optimismo.

El autor de estas líneas buscó ser candidato independiente a la presidencia de México en 2006. Al estar reservado exclusivamente a los partidos políticos el derecho a postular candidatos a cargos de elección popular (como es el caso en otros países de América Latina, como Brasil, pero no en todos, como en Colombia y Chile), el suscrito se amparóy pidió a la Suprema Corte resolver si el código electoral viola o no la Constitución, que garantiza el derecho a votar y ser votado. La Suprema decidió por dos votos no considerar el tema, obligándome a acudir a instancias internacionales. Después de varios litigios, el Estado mexicano quedó demandado ante la CIDH por negarme acceso a justicia, y por violar el artículo de la Convención Americana de Derechos Humanos que establece los requisitos admisibles para ejercer el derecho ciudadano a ser votado.

En la audiencia de Costa Rica, el Gobierno del presidente Felipe Calderón intentó buscar una declaratoria inicial de incompetencia de la CIDH, y con razón: en caso de no lograrla, el llamado caso Castañeda constituirá la primera ocasión en que el Estado mexicano es juzgado por violar los derechos humanos de uno de sus nacionales. El Gobierno argumentó que cada país tiene el derecho de definir su propia legislación electoral, y que si bien los ciudadanos no poseen la misma personalidad jurídica que los partidos ante los tribunales del país, sí cuentan con una "relativa" locus standi. La audiencia fue una de las más concurridas en la historia de la Corte, y el debate sobre el estado de derecho, los derechos humanos, la democracia y el derecho internacional, uno de los más sustantivos y amplios.

Pero es evidente que la importancia de este episodio rebasa el caso individual presentado por el peticionario. En particular abarca tres temas fundamentales. El primero entreabre una interrogante ya resuelta en Europa y otras latitudes, pero no en América Latina, a saber: los derechos políticos y específicamente electorales ¿constituyen derechos humanos fundamentales, que deben recibir el mismo respeto y protección que los derechos más conocidos, como la libertad de expresión, de debido proceso, de representación, de asociación, de circulación? En la tradición latinoamericana, la respuesta ha tendido a ser negativa; en México la Suprema aún hoy se niega a conocer temas de derechos políticos, y en toda la región la separación entre derechos fundamentales y garantías electorales y políticas permanece en buena medida intacta. Si la CIDH resuelve que estas últimas garantías son tan importantes y tan "humanas" como las demás, habrá dado un paso enorme hacia la aceptación por parte de Ibero-América de criterios internacionales imperantes, dejando atrás sus tradiciones anacrónicas.

El segundo tema se refiere a las políticas públicas antimonopolistas. Todos, desde el Banco Mundial hasta la extrema izquierda latinoamericana, coinciden en que el obstáculo principal que enfrenta el crecimiento económico en la región yace en el carácter generalizado de sus estructuras monopólicas. Las telecomunicaciones, la banca, los sindicatos, las tiendas departamentales y prácticamente todas las industrias y servicios se hallan dominados por una o dos empresas en casi cada país.

Pero esto también vale para los medios de comunicación y la arena electoral. Los mismos partidos han monopolizado la expresión electoral en América Latina desde tiempos inmemoriales, y la ausencia de competencia en esta materia es tan perniciosa como en las demás. Un fallo favorable para el peticionario mandaría una clara señal: si los tribunales y las agencias regulatorias nacionales no pueden o no quieren desmantelar o debilitar los monopolios, las instituciones internacionales sí están dispuestas a hacerlo.

Y por último, ya que el Estado mexicano jamás ha sido juzgado en la Corte, el caso sentaría un precedente emblemático para América Latina. Por primera vez, el país más obsesionado con su soberanía, el más antiintervencionista, el más nacionalista, se vería obligado a someter algunos de sus asuntos internos más delicados a la jurisdicción internacional. Para otras naciones, como Costa Rica, Uruguay y Chile, no es nada del otro mundo. Pero para México -y por cierto, para Brasil también- sí lo es.

Ya se ha avanzado mucho. El ex presidente Ernesto Zedillo aceptó el carácter vinculante de las decisiones de la CIDH en 1998; el ex presidente Vicente Fox la visitó en 2002 y se comprometió a apoyar sus fallos; y el actual Gobierno ha aceptado ir a Costa Rica a pelear el caso, en lugar de rechazar la jurisdicción de la Corte ex ante. Falta también mucho, pero la construcción de un orden jurídico regional vigoroso y con dientes, que proteja la democracia y los derechos humanos, va por buen camino. Como América Latina en general.

Jorge Castañeda fue secretario de Relaciones Exteriores de México y es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.

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