El viaje de los adioses
El viaje a Europa siempre es todo un acontecimiento. Desde que un presidente estadounidense, Woodrow Wilson, viajara a Europa por primera vez y sentara sus reales en París en 1919, para fabricar aquel Tratado de Versalles liberador de pueblos al término de la Gran Guerra, esa imagen presidencial se ha ido modelando y puliendo como una estatua. Y si en cada viaje europeo se adivina un programa y una intención, en todos regresan de una forma u otra las imágenes fundacionales. A la de Wilson se añaden las de Roosevelt y Truman, y luego sobre todo la de Reagan y Bush padre. Esa estatua que ha construido Europa tiene que ver con la que recibe a quienes llegan por barco a Nueva York, regalo francés, por cierto. Incluso Bush hijo, con su negra estela respecto a los derechos humanos, cuando llega a Europa consigue proyectarse como un libertador, como mínimo de una parte del continente. O incluso como un disidente, como reivindicó en una reunión en Praga, al lado de Havel, en un anterior viaje hace casi un año.
Bush quiere aparecer como el presidente que dio el mayor impulso de la historia a la OTAN
El de ahora, el último que realiza Bush al continente antes de finalizar su presidencia, quiere ser de resumen y legado. Todo quedó dicho en el primero en 2001: empezó por Madrid y con Aznar. En el de la despedida, que empezó ayer en Kiev y culminará el domingo en Moscú, ha querido atar bien esta herencia y aparecer como el presidente que dio el mayor impulso de la historia a la Alianza Atlántica hasta cercar a Rusia y dejarla sola como único país no atlantista en el Mar Negro. Con Clinton sólo se integraron tres países del antiguo pacto de Varsovia. Con Bush ya van siete, que se convertirán probablemente en diez estos días, aunque él quisiera que fueran doce con Ucrania y Georgia. Todos estos nuevos socios, la auténtica Nueva Europa de Donald Rumsfeld, apoyan a ciegas el agotamiento de la maniobra. Pero casi toda la Vieja Europa está en contra, empezando, paradojas de la vida, por esos dos nuevos aliados tan simpáticos, Angela Merkel y Nicolas Sarkozy, que sucedieron a los incordios de Gerhard Schroeder y Jacques Chirac.
En el caso de Sarkozy es especialmente grave, porque se opone al ingreso de Georgia y Ucrania justo en su momento de máxima gesticulación atlantista, mientras ofrece soldados para Afganistán y manifiesta su disposición a reintegrar plenamente a Francia en toda la estructura militar atlántica que abandonó con De Gaulle hace 42 años. También lo es en el caso de Merkel, por su esfuerzo para reequilibrar las relaciones con Washington tras el estropicio que produjo la invasión de Irak y por su centralidad en el continente. Con independencia de que hay unanimidad en que ni Ucrania ni Georgia están preparadas, las dos potencias continentales no pueden imaginar una decisión de este tipo, que trastoca los equilibrios con Rusia, sin que sea fruto de un consenso bien trabado con el Kremlin.
El esquema que viene aplicando Estados Unidos con la OTAN es tan eficaz como conceptualmente preocupante. Se trata de que los países salidos de aquella cárcel de los pueblos vayan acogiéndose primero al paraguas defensivo de Estados Unidos y poco después abran sus economías y sus sociedades al mercado único europeo. La OTAN ha ido siempre varios pasos por delante de la Unión Europea, con un objetivo político que levanta las susceptibilidades rusas por el mero hecho de escuchar su enunciado: garantizar la independencia y la soberanía de unos países que desconfían en sus vísceras del gran vecino ruso. Si en España la integración atlántica servía para modernizar al ejército y someterlo al poder civil, en los países del antiguo Pacto de Varsovia sirve para garantizar que nunca más los tanques rusos volverán a sojuzgarles.
El archifamoso 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte de Karl Marx empieza con dos lances célebres, cuya perdurabilidad queda comprobada por la facilidad con que puede aplicarse casi a cualquier circunstancia. El más conocido atribuye al acontecer histórico una recurrencia en dos fases: la primera bajo la forma de la tragedia y la segunda como farsa. Brilla ahí el periodista de pluma acerada, capaz de hacer astillas de sus contemporáneos mediante el recurso de compararlos con aquellos a quienes apelan como antecedentes. La siguiente, también famosa, aunque menos citada, explica el origen de esta metamorfosis de géneros dramáticos en el lastre de la historia: "La tradición de todas las generaciones muertas pesa como una pesadilla sobre el cerebro de los vivos".
Los soldados norteamericanos enterrados en los campos de Francia y Alemania son los que alientan esta visión tan eficaz todavía de un presidente libertador de Europa, que termina coincidiendo con el que libra la Guerra Global contra el Terror, en Irak o en Afganistán. Pero este esquema, que sale de la guerra fría y regresa a otra guerra fría, aunque se nutre de las leyendas del antinazismo, no vale para los europeos, sea Sarkozy o sea Merkel, y no resuelve sus necesidades de seguridad y defensa. Al contrario, quizás las complica.
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