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El nacionalismo domesticado

Los resultados electorales, a veces, obran milagros. Algunos de los que hace sólo un mes consideraban que Zapatero era un vendepatrias, culpable de la inminente fragmentación de España y generoso rey mago de todas las peticiones de los nacionalistas catalanes y vascos, ahora lo han encumbrado como un hábil domador de nacionalistas, a los que ha conseguido encerrar en el redil electoral y parlamentario más reducido desde el inicio de la Transición. Ciertamente, las actuales Cortes españolas son más bipartidistas que nunca, los partidos nacionalistas o no han crecido o se han hundido y, para redondear la euforia por la españolización de la política española -una expresión paradójica, pero que tiene sentido entre nosotros-, los socialistas han ganado en todas las circunscripciones catalanas y en todas las circunscripciones vascas, con lo que no hay en el mapa electoral español ninguna circunscripción en la que no venza uno u otro de los dos grandes partidos estatales.

Cataluña puede ser optimista en una España emergente, aunque concentre sus capitalidades en Madrid

El efecto, por tanto, se ha producido, al menos desde la perspectiva electoral. Los mapas políticos vasco y catalán se han desnacionalizado, y está claro que a muchos les preocupa más un mapa político distinto que un nuevo Estatuto. Pero me parece prematura la idea que en Cataluña y en Euskadi ha ganado España, y de que los nacionalismos catalán y vasco son especies en vías de extinción. En la medida en que a algunos socialistas les ha halagado el nombramiento como domesticadores de nacionalistas abruptos, les pediría que no sacasen conclusiones precipitadas. A mi modo de ver, las partidos políticos nacionalistas tienen problemas de estrategia, de redefinición y de proyecto. Unos más y otros menos, porque a nadie le ha ido bien, pero no a todos les ha ido igual de mal. Pero las cuestiones catalana y vasca continúan siendo el gran problema irresuelto de la España contemporánea y es prematuro darlas por superadas.

Ahora algunos dirigentes socialistas atribuyen a los opinadores nacionalistas la sobrevaloración del malestar catalán. Pero fue el propio presidente Montilla quien advirtió de la creciente desafección de muchos catalanes ante la idea de España. ¿Se equivocaba Montilla?, ¿exageraba? Yo creo que no. El malestar existía y existe, y los resultados electorales no son el único sistema de tomarle el pulso. Una parte de este malestar acaricia de manera creciente aspiraciones y sentimientos soberanistas, en algunos casos estrictamente mágicos, pero en otros del todo prácticos. Existe desafección. Entonces, ¿por qué han ganado los socialistas en Cataluña y en Euskadi? Porque han conseguido que la elección fuese entre algo que no entusiasma y algo que aterroriza. No es mi interpretación: es la interpretación que ya hacía el propio socialismo catalán cuando comenzó su campaña con fotos de los líderes del PP. A los catalanes no se nos ha convocado a las urnas para dar nuestro apoyo entusiástico a un programa, sino para poner nuestro propio ladrillo en el muro de contención de algo que se percibía como una amenaza. Los socialistas catalanes apelaron a nuestro miedo. No pueden releerlo ahora como una expresión alborozada de entusiasmo.

Para que pudiésemos dar los nacionalismos por domados y domesticados, haría falta una ola de adhesión y de entusiasmo hacia una idea nueva de España. Sabemos que hay una idea vieja de España que produce rechazo: la que ha querido encarnar el PP, o la que se ha dejado atribuir. Pero no está claro que Zapatero tenga una idea alternativa. Si la tiene, no la enseñó en la pasada legislatura. Ciertamente, del eslogan "la Catalunya optimista" puede inferirse una invitación política: Cataluña puede ser optimista en una nueva España emergente y progresista, aunque esta España concentre todas sus capitalidades políticas, económicas y culturales en Madrid. Incluso aquellas que antes tenía Barcelona. Si España va bien, Cataluña puede ser una provincia feliz dentro de España. Ésta podría ser la invitación de Zapatero. Incluso podría ser la invitación que domase definitivamente a los viejos nacionalistas. Pero tiene dos problemas. Primero, que en una provincia feliz los trenes llegan a tiempo, las infraestructuras no se colapsan y la luz no se va. Es decir, de momento, puede que Cataluña haya sido provincia, pero no ha sido muy feliz. Si el proyecto zapaterista es éste, la provincia feliz, los trenes tienen que funcionar y el país y su economía no deben dar síntomas de encorsetamiento y ahogo. Segundo, hay algunos catalanes -incluso entre los que han votado socialista- que no quieren que Cataluña sea una provincia. Aunque sea una provincia feliz.

Vicenç Villatoro es escritor.

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