El victoriano revolucionario
¿Quién hubiera imaginado el destino que aguardaba a aquel joven de buena familia que perdía el tiempo buscando escarabajos, rocas y plantas, por los alrededores de Edimburgo, en cuya Universidad se suponía que obtendría el título de médico (abandonó, incapaz de soportar el sufrimiento que veía en los pacientes), y luego en Cambridge, ahora ya con la más humilde pretensión de convertirse en clérigo? ¿Habría pensado su desesperado padre (médico) que llegaría el día en que el cuerpo de su hijo Charles yacería enterrado en la abadía de Westminster, justo al lado del gran Newton?
El hecho es, sin embargo, que Charles Darwin (1809-1882) llegó a ser uno de esos raros faros intelectuales que iluminan el mundo del pensamiento por encima del tiempo y el espacio. De muy pocos descubrimientos, teorías o científicos se puede decir, en efecto, lo que se puede manifestar a propósito de Darwin: que generó una revolución que fue más allá de los confines de la ciencia socavando creencias profundamente enraizadas en los humanos. Si Copérnico separó a la Tierra del centro del universo, Darwin despojó a la especie humana del lugar privilegiado que religiones y filosofías le habían asignado en la naturaleza.
Darwin generó una revolución más allá de los confines de la ciencia
Sufrió el destino de los innovadores: crítica y adhesiones, odios y lealtades
Depurada por el paso del tiempo, la idea básica de la teoría darwiniana de la evolución de las especies, o de la selección natural, es que no hay una tendencia intrínseca que obligue a las especies a evolucionar en una dirección determinada; evolucionan, sí, pero siguiendo leyes surgidas de la azarosa y no predeterminada lucha por la supervivencia. Como es bien sabido, el lugar en el que Charles Darwin planteó, y sustanció con múltiples ejemplos, tal tesis es un libro que forma parte de lo mejor del patrimonio de la humanidad: El origen de las especies por medio de selección natural, o la preservación de especies favorecidas en la lucha por la vida (1859).
El camino que le llevó a publicar esta obra fue largo. Y más que probablemente nunca lo habría recorrido si no hubiese sido aceptado como naturalista en el barco HMS Beagle, que zarpó de Portsmouth en diciembre de 1831, en un viaje de cinco años que le llevó alrededor del mundo. En aquellos años de aprendizaje, trabajando en ese laboratorio único que es la naturaleza, convertido en un atrevido aventurero que recorría las pampas argentinas durmiendo al raso, exploraba islas (como las Galápagos) y se adentraba en selvas, se forjó el naturalista cuyas ideas cambiarían el mundo.
Luego vendrían las décadas, el resto de su vida en realidad, de reflexión, experimentación y búsqueda de leyes explicativas, en las que el antiguo Indiana Jones decimonónico se trasmutó en un sedentario padre de familia de muy mala salud, asentado en el pueblo de Down, cerca de Londres, viviendo de las rentas familiares y con escasos contactos personales con sus colegas, con los que, sin embargo, mantuvo una copiosísima correspondencia. Se dice que apenas podía trabajar dos o tres horas al día. Si fue así, ¡que rendimiento tan extraordinario! Al tiempo que leía, estudiaba, experimentaba y estaba al tanto en su disciplina, de su pluma salieron libro tras libro (y miles de cartas).
Fue, es cierto, un victoriano conservador y un devoto padre de familia, pero su obra científica le convirtió en un revolucionario, y como tal sufrió el destino frecuente de estos innovadores: críticas y adhesiones, odios y lealtades. Todavía resuenan los ecos del magnífico enfrentamiento que tuvo lugar en Oxford el 30 de junio de 1860 entre el obispo Samuel Wilberforce y el biólogo Thomas Henry Huxley. "Querría preguntar", manifestó Wilberforce, "al profesor Huxley sobre su creencia de que desciende de un mono. ¿Procede esta ascendencia del lado de su abuelo o del de su abuela?". A lo cual Huxley replicó: "No sentiría ninguna vergüenza de descender de los monos; pero sí que me avergonzaría proceder de alguien que prostituye los dones de la cultura y la elocuencia al servicio de los prejuicios y la falsedad". Pero la defensa y argumentos de Huxley no fueron suficientes: el creacionismo ha resultado ser un sujeto duro de roer.
Por su parte, Marx y Engels recibieron con entusiasmo la idea de la lucha por la supervivencia, que entendieron como "lucha de clases", mientras que, en las antípodas del comunismo, algunos entendieron que el darwinismo proporcionaba la base científica para justificar los excesos del capitalismo. La ciencia de Darwin se convirtió así en arma política, como bien se pudo apreciar en España, en donde fueron frecuentes durante el siglo XIX los enfrentamientos ideológicos a propósito de la teoría de la evolución darwiniana.
José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia y académico de la RAE.
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