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LAS BURBUJAS DEL GLOBO
Columna
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Mi trastorno bipolar

Apenas queda una semana para las elecciones y vuelvo a sentirme mal, muy mal. Ya tengo decidido el voto del domingo y estoy convencido de que ganaremos, pero hoy me he levantado de nuevo con todos los síntomas de mi personal trastorno bipolar, sección altamente depresiva, que siempre me abduce en vísperas electorales, tan bipolares. Es un episodio que me sucede cada cuatro años, lo tengo comprobado.

A las ocho de la mañana, después de haber padecido pesadillas claustrofóbicas y paralizantes en la muy realista fase REM del sueño, algunas horribles, decido cortar por lo sano y me preparo un cargado café Blue Mountain para disfrutar de ese bendito cuarto de hora eufórico que, acompañado con el primer minifarias, siempre me garantiza la industria jamaicana. Es que precisamente hoy, dentro de dos horas, tengo que redactar y entregar mi última columna antes de las elecciones y temo que mi súbito e inoportuno ataque de trastorno bipolar, en su fase más ce¬ni¬¬za, me juegue una mala pasada.

A la 8.45, mi trastorno alcanza los límites extremos de lo que los médicos del siglo XIX llamaban con magnífica metáfora "bilis negra", y mis drogas del siglo XXI para atajarla relacionadas con los neurotransmisores cerebrales, los famosos inhibidores de serotonina y los disparadores de dopamina, resulta que tampoco han cumplido con su mínimo sindical, lo mismo que el café jamaicano y el minifarias. He perdido casi una hora intentando cambiar de humor (cambiar de polo) y el cierre del periódico se echa encima.

Hay dos soluciones extremas: llamar a mi psiquiatra de cabecera y volver a contarle mi último, inoportuno y radical trastorno de humor, o tomarme a estas horas de la mañana, ya mismo, un par de güisquis de malta para cortar durante hora y pico con esa fase bipolar de siniestra mentalidad y aprovecharme de la euforia alcohólica para redactar y entregar esta columna.

No tengo problemas deontológicos ni periodísticos con el güisqui (aunque sí de sintaxis), y lo bueno es que en este periódico no exigen todavía control antidoping, pero me dan ataques de pánico cada vez que tengo que consultar a mi psiquiatra de cabecera con mis trastornos bipolares que siempre se me agudizan, maldita sea, en vísperas electorales. El tipo, que en definitiva únicamente receta pastillas, no sólo me prohíbe mezclarlas con el malta para salir por la vía rápida de la aguda fase depre, como me urge ahora mismo, sino que está convencido, a pesar de ser progre y pertenecer a la escuela de Jung, que mis ataques de bilis negra (que él me diagnosticó como TB-1: trastorno bipolar del tipo 1) no tienen nada que ver, como insisto yo, con la coyuntura político-electoral del país.

Mi teoría es que si un candidato vende euforia, pensamiento positivo, actitud zen y laicismo ilustrado mientras que el otro, generalmente sudado, sólo trabaja full time la crispación, la catástrofe, el miedo, la xenofobia, el Vaticano y la bilis negra, si al final de esta campaña todo se resume exactamente en los dos límites extremos del trastorno bipolar, cómo diablos no relacionar, querido doctor, esta aguda bipolarización del país con mi propia enfermedad. Cuando la psiquiatría empiece a entender por fin que los problemas del cerebro de los ciudadanos sólo son reflejo fiel de los problemas del país, y a la viceversa, habremos dado un paso de gigante en la sociología, la ciencia política y la demoscopia. Sería idiota que tipos con tanta tendencia al humor bipolar y con un TB-1 diagnosticado, tan expuestos como yo a las pantallas y los altavoces de la patria mía, y con tendencia a los despertares cenizos, no estuviéramos sometidos por estas fechas al estrés de esa bipolaridad tan dominante en el país.

Me quedan pocas líneas y una sola idea para mi columna antes de las elecciones. En España, según las estadísticas sanitarias, hay un millón y pico de enfermos que padecen trastornos bipolares, capaces de virar en un solo día, a veces en horas, de la euforia a la depresión. Exactamente el mismo número de indecisos con derecho a voto que ahora mismo detectan todas las encuestas. Y mira por dónde los ciudadanos diagnosticados por nuestros psiquiatras con el TB-1, excuso decir los de las categorías siguientes, pueden cambiar el empate de las elecciones. Sólo hay que arreglárselas para cambiar de humor.

Hagan lo que yo hice esta mañana de bilis negra y de columna obligatoria. Tómense un buen café con las pastillas recetadas, olvídense de los políticos y psiquiatras de guardia, que son muy antiguos y los únicos seres que no están por la labor de mezclar sus disciplinas autónomas, por la muy triunfante estética de la fusión, y si la bilis negra persiste, confíenlo todo a un par de prohibidos güisquis de malta antes de ir a votar. Así de sencillo. Son las 12.30 a.m. y, cómo se nota, ya estoy eufórico.

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