El peso de la inocencia
A veces recorto y guardo fotos que veo por ahí y que me emocionan o llaman la atención. Como soy un caos, luego casi nunca consigo volver a encontrarlas, pero por los cajones y las estanterías de mi casa, o tal vez acurrucadas entre las páginas de un libro, hay un puñado de formidables instantáneas con las que de cuando en cuando vuelvo a toparme por feliz casualidad. Las fotografías poseen una fuerza evocadora poderosa, muy superior, para mí, al material filmado y en movimiento. Al congelar una gota de tiempo, al parar el mundo, es como si la vida quedara encapsulada, como si de verdad se hubiera conseguido detener el imparable resbalar de los minutos hacia la nada. Las fotos son un espejismo de eternidad.
"Ver la alegría con que Vanessa se abraza a su futuro torturador es insoportable"
Tengo ante mí esta tarde, mientras escribo, dos fotos especialmente conmovedoras. Una procede de un libro de Enrique Lynch, Prosa y circunstancia (Anagrama), una amena recopilación de ensayos breves, y se trata del retrato de dos niños. Se les ve de cuerpo entero delante del fondo vegetal de algún jardín. La niña tendrá ocho o nueve años; el chico, seis o siete. Los dos muy repeinados, él con los cabellos domados con agua o brillantina, ella de-jando adivinar un lazo en la coronilla. Llevan los calcetines meticulosamente estirados y están el uno al lado del otro, frente al objetivo. Mantienen una curiosa posición muy recta y algo marcial, con los brazos colgando junto al cuerpo; sin duda alguien les ha dicho: ¡Quietos, poneos derechos, reíros! Los niños muestran unas sonrisas enormes, excesivas, a medio camino de la carcajada nerviosa y de la mueca horrible. Y en el pecho, cosidas a sus modestas ropas de domingo, también muestran dos estrellas de David grandes y ominosas, la infamante marca de los guetos.
La foto, explica Lynch, pertenece a la contraportada de un catálogo de la Yale University Press de 1991. Y el pie de foto dice: "Antes de la deportación. Holanda, 1941". No necesitábamos esos datos: es una instantánea aterradora que se explica por sí sola. No hay nada tan desolador como ver la inocencia con la que las víctimas se precipitan a un futuro atroz con sus sonrisas desplegadas como velas. Sin duda, en el momento en que les retrataron, la vida de esos niños tenía que ser ya angustiosa y durísima; pero, aun así, había en ellos, y en quienes les vestían y peinaban de fiesta, la esperanza de un porvenir mejor y el empeño de mantener la dignidad. Pero nosotros sabemos que lo único que les aguardaba era el infierno, y por eso su esfuerzo de normalidad resulta heroico, y su ignorancia, patética. ¿Qué habrá sido de ellos, tan pequeños y tan avasallados por la Historia?
El mismo desasosiego se experimenta al ver la otra foto, que apareció en los diarios hace un par de meses. Es el retrato de una mujer joven y guapa que está subida a caballito en las espaldas de un chico de su edad de aspecto agradable. Miran a cámara y están haciendo el ganso, están tronchados de risa. Ella se llamaba Vanessa Rodríguez y él era su marido. En julio de 2005, él la quemó viva en Puertollano. Convertida en una llaga, totalmente abrasada, Vanessa tardó un año entero en morir: tenía sólo 26 años y peleó con bravura por salir adelante. Pero no pudo. Ver ahora la alegría cómplice con la que se abraza a su futuro torturador resulta insoportable. La foto fue publicada coincidiendo con la condena penal del asesino.
Aterroriza pensar que todos somos igual de ignorantes respecto a nuestro porvenir que esos pobres niños judíos, que esa guapa muchacha llena de viveza. ¿Qué cuota de horror nos puede estar aguardando, agazapada como un depredador en los pliegues del tiempo? Los niños sonrientes y la muchacha feliz están atrapados para siempre, dentro de esas fotos, en el filo de sus despeñaderos personales, en el borde mismo del abismo. Pero al menos los retratos nos permiten saber cómo fueron. Nos permiten admirar la homérica y tenaz esperanza de esos niños, la brillante vitalidad de la mujer. Al menos las fotos han preservado esos momentos de calma antes de la tormenta, como restos salvados del terrible naufragio de la muerte.
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