El adiós al poeta
Los amigos del poeta tuvieron que tomar muchas, demasiadas, dolorosas decisiones en aquella madrugada cruel y helada, pero no ésta. Ya se lo dijeron al empleado de la funeraria, después de ahuyentar a la viuda enamorada de la irremediable frialdad de las listas y los precios, el ataúd sin crucifijo, por favor... Su interlocutor seleccionó otras páginas del catálogo con una naturalidad muda y discreta que los deudos le agradecieron con lo que les quedaba de corazón, que no era mucho.
Las decisiones se prolongaron durante horas, a un ritmo tal que, a media tarde, ninguno había tenido tiempo, ni ánimos, para pensar en los detalles. ¿Y mañana qué hacemos?, se acordó alguien entonces, y todos le entendieron, y se pusieron nerviosos cuando ya creían que se habían quedado sin nervios. Que sea toda una ceremonia, propuso el primero en recuperar la calma, un homenaje laico pero solemne, hermoso y conmovedor, a la altura del poeta al que despedimos. Y en aquel momento, ninguno de los que se conjuraron para que así fuera calculó lo difícil que resultaría lograr algo así.
Tomaron todas las medidas que les parecieron convenientes. Hablaron con los responsables del crematorio, anunciaron el carácter que tendría la despedida y pidieron muy poco: una sala grande, capaz de albergar a la gran cantidad de personas que acudirían, y un micrófono. Si pudiéramos disponer de un equipo de música, mejor; si no, ya llevamos nosotros uno pequeño... Que no hacía falta, dijeron, que tenían de todo y todo estaría preparado.
Menos mal que, en sus últimos años, el poeta había tenido cerca a una mujer desconfiada, acostumbrada por su profesión a organizar actos en toda clase de lugares y condiciones. Yo, por si acaso, me voy mañana una hora antes, anunció, y por si acaso también, me llevo un reproductor compacto que tengo en casa. La familia del poeta, su viuda y sus amigos, quería que su poema más emblemático se escuchara en su propia voz una vez más. Esa grabación iba a cerrar un acto que comenzaría con el Adiós a la vida de la Tosca de Puccini. Entre ambos adioses, cuatro viejos compañeros despedirían al poeta en nombre de todos. Eso decidieron, y aquella noche se fueron a la cama cada uno con su dolor, pero también con la certeza de que habían hecho lo que tenían que hacer.
Menos mal que entre ellos había una mujer desconfiada. Ella fue la que explicó a los demás lo que había pasado a medida que fueron llegando al crematorio. Que a pesar de todas sus peticiones, les habían asignado la sala más pequeña. Que a pesar de todas sus advertencias, había aparecido un sacerdote dispuesto a oficiar una ceremonia religiosa. Que a pesar de todo lo humanamente razonable, más allá de la compasión, de la sensibilidad y hasta de la legalidad constitucional, en el momento en que ella había despedido al cura, la empleada del cementerio le había dicho que no iba a haber micrófono. Que micrófono sólo había en la sala grande, y en la sala grande sólo se celebraban ceremonias religiosas. Y que no tenía por qué darle a nadie más explicaciones.
Vosotros sois ateos, pero no tenéis mérito, solía decirle el poeta a sus amigos. Lo que tiene mérito es lo mío, que he visto a Dios tres veces y no creo en él. Y al final, todo salió como tenía que salir. Fue una ceremonia laica, hermosa, solemne y conmovedora, aunque mucha gente se quedó fuera, y entre los que entraron, algunos no lograron oír nada, porque los oradores tenían la voz frágil de emoción, y los altavoces del equipo doméstico no llegaban muy lejos. Antes y después, eso sí, todos tuvieron que aguantar la hostilidad de la empleada adicta al rito católico, a la que todo le parecía demasiado: demasiados los asistentes, demasiadas las coronas, demasiados los medios de comunicación que acudieron a cubrir la incineración del más amado de los poetas españoles. Así no se puede trabajar, repetía una y otra vez, con este barullo no se puede hacer nada... Hubo que ir a buscarla para que pulsara el botón que cerró las cortinas, poniendo un final objetivo a la ceremonia en la que, a pesar de que era su obligación, no se dignó estar presente, y nadie le partió la cara.
Los amigos del poeta ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba. Si hubieran tenido fuerzas para hacerlo, ustedes estarían ahora mismo leyendo su nombre. No sería muy elegante, pero tal vez podría contribuir a que algún día concluya de una vez esta vergonzosa lacra nacional.
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