El São Paulo de Niemeyer
En el alba pálida, desde el taxi que nos conduce de Garulhas al centro de São Paulo, mientras le voy contando algo de los parajes que atravesamos, Ballester empieza a cazar imágenes al vuelo. Luego lo veré construyendo esas fotografías meditadas al milímetro que son su especialidad. Compatibles con estas otras veloces: como apuntes de pintor. Voy garabateando mis propias notas. Las primeras instantáneas del arrabal terminan teniendo un aire muy de Buenos Aires. Entrevemos el viaducto do Chá y algunos de los rascacielos que bordean la autopista que cruza el centro. También esos edificios estrechos y verticales, de estilo híbrido y nombres pomposos -de Versalles para arriba-, que fueron, en su día, lo más. Proliferación de graffiti como cuneiformes, que ya me habían llamado la atención en mis viajes anteriores.
El primer día, por la tarde, tras una visita a Dan y un almuerzo con Peter y Flávio Cohn en A Figueira -empezamos con buen pie, ya que este restaurante propiedad de un gallego de Monforte, con su higuera, sus cristaleras, su botellería tan Bijou (Carlos Pazos), sus bebidas, sus manjares, es "pura felizidade"-, decidimos que nuestra primera visita sea al Copan. Una de las obras maestras del hoy centenario Oscar Niemeyer. La cumbre del estilo brasileño fifties, orgánico: una serpiente de 34 plantas, en pleno caos, en pleno laberinto urbano. Los bajos, muy deteriorados, albergan una popular cafetería. El administrador nos sube hasta la 32. Mi vértigo se dispara. Por una escalera de caracol que da al vacío, Ballester sube hasta la 34: el helipuerto, un plano sin barandilla, en las espectaculares fotografías sobre fondo de cielo de tormenta, como una alfombra voladora sobre Pauliceia desvairada, como rebautizara a su ciudad natal Mário de Andrade, uno de los padres del modernismo paulista y el alma de Klaxon. Mário de Andrade, amigo de Blaise Cendrars, el primer entusiasta, en 1924, de la metrópolis ultramoderna. Klaxon: presencia del klaxismo, en Ismos (1931), de Ramón Gómez de la Serna.
A lo largo de nuestra estancia, volveremos una y otra vez al Copan, convertido por Ballester en el auténtico centro de su fotovisión paulista. Todos los días lo saludaremos de lejos, igual que al seudo-Martinelli, que a la postre resultó ser el Banco do Estado de São Paulo. Casi a la sombra sinuosa de la serpiente, en medio de la paz dominical, repentinamente nos veremos casi envueltos en una teatral pelea de travestis: el único momento de peligro. (Peligro. Miseria. Imaginamos otras visiones de São Paulo: esto, para Andrés Serrano; esto, para Salgado; esto, para Bruce Weber...).
Niemeyer, de nuevo, en los edificios de la Bienal. Fantásticas las despojadas, esenciales fotografías que Ballester toma del interior de la Oca, un espacio galáctico, marciano, de un minimalismo compatible con lo orgánico, algo que también sucede, hoy, en las esculturas de Ernesto Neto. Fantásticas también las de los porches. Nos acostumbramos a frecuentar, cerca, un quiosco donde parten, con machete, cocos verdes, de agua tan refrescante.
Tras los pasos de Gregori Warchavchik. Este ucranio formado en Italia fue el primero en hacer, aquí, arquitectura funcionalista. Cuando mi primera visita, su propia casa modernista estaba en ruinas. En Madrid, yo se la había vendido a Ballester como una suerte de ruina maya de Yucatán. Hoy la restauran, así como el umbrío jardín tropical que la rodea, obra de su mujer, Mina Klabin; perdió la magia arqueológica, pero felizmente será centro de documentación arquitectónica. También conocía la vecina casa estudio -hoy museo- del pintor lituano Lasar Segall, para el cual su concuñado proyectó un espacio especialmente acogedor. Visitamos ambos lugares. En el primero, abundante cosecha de imágenes, algunas, en movimiento: sonido de pájaros... y de reactores despegando o aterrizando en Congonhas.
Un raro: Flávio de Carvalho. Pintor expresionista, arquitecto, hombre de teatro, inventor de un traje para el hombre tropical. Uno de sus chalets redondeados, estilo barco, en el barrio de Jardims, luce un cartel que indica que se alquila. A los Cohn, cuya galería está a dos pasos -gran barrio Jardims: tiendas de moda de la rua Óscar Freire y adyacentes, restaurantes, el hotel Emiliano, librerías a la última o de viejo (sebos)-, les propongo, soñando, montar juntos en ese chalet una "oficina modernista".
No conocía la Ciudad Universitaria. Menos espectacular que la de Caracas, en ella abundan los espacios hermosos como la plaza del antiguo Rectorado, con su monumental columna. Nos retiene, sobre todo, un edificio de donde no hay modo de arrancar a Ballester, que sube y baja a la carrera, cámara en ristre: la Facultad de Arquitectura, obra tardía de Vilanova Artigas, cerca de la cual nos maravillan unos árboles con flores de un amarillo único.
Más sitios. La pinacoteca do Estado y su reforma (años ochenta) por Paulo Mendes da Rocha; saludamos al paso a Tarsila do Amaral, representada en la colección por uno de sus maravillosos cuadros del período antropofágico; en la librería, doy con el reciente diario paulista de Jürgen Partenheimer, titulado Copan, de cubierta naranja y verde, y donde sale mucho el emblemático edificio de Niemeyer: durante el mes que pasó aquí, el alemán residió en él. También de Mendes da Rocha el aéreo pórtico en la Praça do Patriarca. Cerca, al fin, el auténtico Martinelli -no gran cosa, pero histórico: el primer rascacielos o aranhaceus, paulista- y el ciertamente impresionante Banco do Estado de São Paulo. El Estadio Municipal, tan thirties, tan metafísico. La fábrica de Lina Bo Bardi, reconvertida en centro cultural, animadísimo. Factorías antañonas, entre ellas, la de la cerveza Antarctica, cerca de unas vías del tren; y un poco más allá, en una placita arbolada, una blanquísima iglesia déco: todo esto me trae de nuevo a la memoria el extrarradio literario y deprimente de Buenos Aires. En la avenida Paulista, tan energética, el Museu de Arte de São Paulo (MASP), también de Lina Bo Bardi -el director era su marido, P. M. Bardi: esta pareja italiana dejó una huella profunda en la cultura moderna brasileña-, y debajo su porche minimalista, sede los domingos de un pequeño rastro, donde compramos fotografías originales del francés Marc Ferrez, el gran nombre del ochocientos carioca.
Lina Bo Bardi: un mito. Ballester, que se queda una semana más, verá la residencia de la pareja, la Casa de Vidrio: ya no estaban los cuadros de Morandi, pero sí las pilas de diarios como de la víspera, la biblioteca, la monumental nevera de época...
Mi estancia termina por donde empezó: en A Figueira, o, insisto, a felizidade. Descubrimiento de la caipiriña de maracuyá. El propio espacio central del restaurante, y la higuera, y la botellería, pasan al registro de imágenes.
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