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PALOS DE CIEGO
Columna
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Contra la esperanza

Javier Cercas

Todo esto es una catástrofe: ya está aquí la crisis económica, los curas nos quieren gobernar, Zaplana y Acebes pueden ganar las próximas elecciones, Ro¬¬naldinho no da pie con bola y el día menos pensado nos morimos. ¿Hay razones para la esperanza? Las hay: al fin y al cabo, no todo puede ser catastrófico en un país donde una novela tan potente, ambiciosa y persuasiva como Vida y destino, de Vasili Grossman, lleva vendidos decenas de miles de ejemplares, y donde de uno de los libros más sabios, amenos y saludables que se conocen -los Ensayos, de Montaigne- se han hecho varias ediciones en muy poco tiempo. Como es un hecho que apenas hay dos libros (y mucho menos dos libros de esta envergadura) que no estén de algún modo conectados, a mí me parece entrever, en esta mañana melancólica de principios de enero, un vínculo esencial y quizá caprichoso entre los ensayos de Montaigne y la novela de Grossman; como la filología es el mejor remedio que conozco contra la tristeza, permítanme dedicar este sermón dominical a hacer con ambos un poco de filología recreativa.

"En eso consiste nuestra maldición: que siempre hay demasiadas razones para la esperanza"

En uno de sus ensayos más celebrados afirma Montaigne que, dado que no tenemos ningún poder sobre el porvenir ni sobre el pasado, el error más común de los hombres consiste en vivir pendientes del futuro, en ser incapaces de aferrar el presente y enraizar en él. "El temor, el deseo, la esperanza", escribe Montaigne, "nos proyectan hacia el futuro y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estemos". Para Montaigne, que consideraba la tristeza el peor vicio que existe y la pasión más cobarde y vil, y que por eso combatió el prestigio pestilente de que gozaba en su época (más o menos el mismo del que goza en la nuestra), ésta es la causa de todas nuestras desdichas: nuestra incurable propensión a vivir en la esperanza del futuro, y no en la realidad del presente, que es la única realidad. "Nunca estamos en casa", concluye Montaigne. "Siempre estamos más allá" (*). Ignoro si Grossman era lector de Montaigne, pero estoy seguro de que una idea análoga recorre las más de mil páginas de Vida y destino, como un hilo casi invisible que secretamente une el libro de principio a fin. Si no me engaño, nadie la expresa mejor o de forma más elocuente que Anna Semiónovna, madre de Víctor Pávlovich, una vieja doctora judía que ha sido recluida por los nazis en el gueto de una ciudad ucraniana. Segura de que va a ser asesinada junto con sus desventurados compañeros de cautiverio, Anna Semiónovna escribe una carta de despedida a su hijo, y en ella anota algunas cosas extrañas que ha observado en el gueto durante aquellos días previos al exterminio. Ha descubierto, por ejemplo, que las personas que antes de entrar en el gueto parecían más bondadosas son en realidad las más malvadas, y que las personas que antes de entrar en el gueto parecían más malvadas son en realidad las más bondadosas. Y anota también lo que en aquel momento le parece más extraño de todo: que el gueto es el lugar más desdichado del mundo no porque en él no haya ninguna esperanza, sino porque "en ningún otro lugar del mundo hay más esperanza". En aquel agujero sin redención circulan incansablemente, en efecto, todo tipo de rumores y noticias que prometen la salvación de los judíos o que la esperanza de los judíos interpreta como indicios seguros de su inmediata liberación, y Anna Semiónovna observa con perplejidad que "cuanto más optimistas son las personas, más ruines y egoístas se vuelven" y que "cuanto menor es la esperanza de sobrevivir de un hombre, mejor, más bueno y generoso es éste". De ahí que para el personaje de Grossman la esperanza no sea sólo, como para Montaigne, la fuente de nuestras desdichas; también es la fuente de nuestra maldad: Montaigne, creo, hubiera aplaudido el matiz. Por lo demás, tanto Montaigne como Grossman saben que no hay nada más difícil que luchar contra la esperanza, porque está inscrita en nuestra naturaleza o porque, como dice Grossman, no nace de la sensatez, sino del instinto.

Así que en eso consiste nuestra maldición: en que siempre hay demasiadas razones para la esperanza, porque no sabemos vivir sin esperanza. No sabemos vivir sin pensar que la crisis pasará pronto o es ilusoria, que los curas volverán a sus iglesias, que Zaplana y Acebes se exiliarán en Ruanda, que Rodaldinho meterá un golazo de chilena el domingo, y que, aunque todo el mundo se muera, nosotros seremos una excepción. Ni siquiera sabemos vivir sin pensar que este país no es un lugar mejor porque dos libros excepcionales se conviertan en best sellers. Nunca estamos en casa, ésta sigue siendo una mañana vil y melancólica y la filología no arregla nada. ¿La esperanza es lo último que hay que perder? Ni hablar: a menos que uno quiera vivir en la cobardía pestilente y catastrófica de la tristeza, lo primero que hay que perder es la esperanza.

* La traducción -más filología recreativa- es literal y es mía. El original dice: "Nous ne sommes jamais chez nous, nous sommes toujours au delà".

J. Bayod, en la flamante edición de Acantilado, traduce: "Nunca estamos

en nuestro propio terreno". Almudena Montojo, en la vieja edición

de Cátedra, traduce: "No estamos nunca en nuestra época". ¿Por qué "nuestro terreno"? ¿Por qué "nuestra época"?

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