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ESCALERA INTERIOR
Columna
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La vida de una princesa

La vida ha sido tan dura con ella… Porque se merecía más, mucho más, claro que sí. Ya se lo decía su padre: "Princesa, princesita, no te apures, que tú vales mucho más que eso". Cuando dejó de estudiar, cuando se fue peleando con sus sucesivas mejores amigas, cuando fue rechazando, uno tras otro, a todos aquellos buenos chicos, algunos más guapos, otros más listos, aquellos más estudiosos, éstos más prometedores, pero ninguno lo suficientemente bueno para ella. "No tengas prisa, princesa", ya se lo decía su madre, "si no hay otra chica tan guapa, ni tan elegante, ni otra cintura de avispa como la tuya en el mundo entero…". Ella se merecía más, mucho más, todo un príncipe, pero en aquel momento los grandes herederos debían de estar despistados; los futuros genios, estudiando, y ella florecía para nadie tras los ventanales de su casa, la mejor, la más grande, la más lujosa de la pequeña plaza mayor de su pequeña ciudad de provincias. Hasta que dejó de florecer, y tuvo que darse prisa antes de empezar a marchitarse. El problema fue que ya no había mucho donde elegir. Las sucesivas mejores amigas con las que se había ido peleando estaban ya casadas con aquellos buenos chicos a los que había ido rechazando. Parecían felices, pero su padre, su madre, opinaban lo contrario. ¿Cómo iba a envidiar ella esas vidas tan vulgares, que se desenvolvían en apenas sesenta metros cuadrados pavimentados con linóleo? No, ella se merecía más, mucho más, un destino de princesa.

"Volvió a dedicar mañanas enteras a comprarse lo que se le antojaba. Siempre sola, eso sí"

Así fue su boda, la mejor, la más grande, la más lujosa que aún se recuerda en la ciudad. Y el novio, desde luego, era un buen chico. No muy alto, no muy guapo, no muy delgado y bastante miope, sí, pero de la capital, ahí quedó eso. No era juez, no era notario, no era registrador de la propiedad, ni rico por su casa, pero cómo se la llevó a vivir a Madrid, no hubo que dar explicaciones. Y la vida de la princesa se hizo aún más dura en sesenta metros cuadrados pavimentados con linóleo para ella sola, porque su marido tuvo que aceptar tres empleos simultáneos para mantener un nivel de vida que nunca dejó de ser una porquería en comparación con lo que ella merecía. Luego, por si lo demás fuera poco, llegaron los niños, sucios, gritones, absorbentes… Insoportables. Por eso exigió dos muchachas y dejó de ocuparse de ellos dentro de casa, aunque por la calle los llevaba primorosamente vestidos, eso sí, todo a juego, abrigos, capotas, gorros, guantes y bufandas, y el nido de abeja de los vestidos de las niñas hecho a mano, pues no faltaba más. Ella sólo habría querido tener dos, pero le tocó cargar con el doble, porque su marido, o era un inútil o lo hacía aposta. Al muy memo le encantaban los niños, siempre le han gustado, incluso ahora que es tan viejo como ella no le importa quedarse con los nietos. Claro, que eso lo sabe sólo de oídas, porque el muy ingrato la abandonó hace veinte años por otra mujer más joven. Pues mira, mejor, le dijo ella, porque para lo que me has servido… A aquellas alturas, y a base de trabajar como un animal, el memo inútil sólo había servido para reunir un patrimonio muy considerable, que no representaba nada en comparación con lo que una princesa de cincuenta años merecía. Eso no la impidió advertirle que se quedaba con todo. "No esperaba menos", le dijo él, tan pancho. "¿Qué pasa, que tienes más dinero guardado, sinvergüenza?". "No, pasa que me he enamorado y estoy muy contento", le contestó el muy imbécil.

A partir de ese momento, su vida mejoró un poquito. Estaba forrada, sus hijos se hacían mayores, estorbaban menos, se iban largando de casa… Volvió a levantarse a mediodía, a dedicar mañanas enteras a las limpiezas de cutis, a comprarse lo que se le antojaba… Siempre sola, eso sí, pero qué le iba a hacer ella, si la soledad es el destino de los seres superiores. Y luego, cuando cumplió los setenta, lo vendió absolutamente todo -porque sus hijos, al fin y al cabo, son jóvenes, tienen trabajo, y si no heredan nada, será por culpa del inútil de su padre- y se mudó a un apartamento ideal en una residencia de superlujo donde tiene un jacuzzi en el cuarto de baño, le dan masajes todas las mañanas y le traen la comida del restaurante que ella elija. Lo mínimo, vamos. Y aquí está ahora, un domingo por la tarde de este triste mes de enero, pensando en lo dura que ha sido su vida, cuando llaman a la puerta. La chica que le arregla las uñas de porcelana, dulce y dócil, asoma la cabeza antes de entrar.

-¿La pillo en un buen momento?

-Sí, claro, pasa, pasa… Se me ha roto ésta, ¿ves?

-Eso se lo arreglo yo en un momento. ¿Y qué, hoy tampoco ha tenido visitas?

-Nada, ni mis hijos, ni mis nietos… Qué dura es la vida, ¿verdad?

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