Que responda Churchill
No sé si ustedes conocen al poeta Ángel González. Hoy es una mezcla de filósofo clásico y de anciano del lugar, de superviviente estoico que lo ha visto todo y lo cuenta todo, mientras pide una última copa para no dar por terminada una noche que de manera inevitable se pierde ya por la grieta rojiza del amanecer. Detrás de su barba blanca esconde un mentón demasiado corto y una vida demasiado larga.
Apenas conoció a su padre, porque murió cuando él tenía dos años, por culpa de una operación caprichosa. Era cojo y necesitaba recuperar la movilidad de la rodilla izquierda para conducir. Que un hombre de más de 40 años se empeñase en pasar por el quirófano para comprarse un coche, no dejaba de ser un capricho en aquella época. En 1927, en Oviedo, la mayoría de los profesores sesudos, o de los respetables concejales, estaban acostumbrados a cumplir con sus obligaciones y con sus ocios sin carné de conducir. La aventura no salió bien, quedó frenada por una infección vertiginosa, y Ángel González creció huérfano de padre, sin las enseñanzas directas de uno de los mejores pedagogos asturianos de principios del siglo XX.
Pero la madre y los hermanos mayores hablaban mucho de las costumbres, las ilusiones y la rectitud del fallecido. Por eso el niño conservó recuerdos vivísimos de un padre al que apenas llegó a conocer. Además de una enciclopedia Espasa, algunas fotografías y un tesoro de mandamientos morales sobre la educación y el gobierno de los hombres, Ángel heredó de su padre un mentón corto y la certeza de que los caballeros con ese defecto fisiológico deben dejarse la barba para presentar en sociedad un aspecto digno.
Detrás de la barba de Ángel González, además de un mentón corto, se esconde la imprudencia más precavida que pueda conocerse. Los acontecimientos de la historia lo sorprendieron desde muy pronto en lugares propicios a las grandes borrascas o a las sequías aniquiladoras. Por voluntad o por fortuna, otros individuos pasan sus vidas en zonas templadas, amparados por la caridad de unos elementos atmosféricos que se comportan como perros falderos. La buena lluvia, el sol suave, la brisa primaveral, facilitan mucho las rutinas de la existencia. Ladran alguna vez, pero no muerden. La cuestión es que Ángel prefiere los gatos a los perros, y desde muy niño se acostumbró a que la historia se encontrara con él a la intemperie.
Mientras saltaba por los árboles, las tapias y los tejados de su barrio, el viento frío del norte arrastró nubes oscuras, ramas quebradas, papeles de periódico con noticias alarmantes, revoluciones, golpes de Estado, guerras, victorias y derrotas, descargas de fusiles, tiros de gracia y horas de silencio conmovido. Tardó poco en despreocuparse del miedo familiar a los quirófanos, herencia materna en este caso, para atender a los peligros mortales que pasaban por la calle. Al segundo chaparrón, calado hasta los huesos, aprendió a quitarse los calcetines, pedir ropa seca y buscar el calor de la lumbre. Nunca ha renunciado a habitar los lugares marcados con la tinta roja de la imprudencia. Pero suele acomodarse en ellos de forma muy precavida, moverse con tiento, sin hablar en voz alta, guardándose las lágrimas y las risas para sí mismo o para las ocasiones de extrema intimidad. No ya la felicidad, sino la supervivencia, dependieron en muchas ocasiones de un silencio a tiempo.
Entre Stalin y Hitler, el cigarro puro, el sombrero y el cinismo inglés de Churchill ofrecían una forma decente de escurrir el bulto. Los alumnos del colegio Fruela jugaban a escoger nombres famosos en la historia europea de los años cuarenta. Olvidaban sus apellidos en la cartera, anotados con caligrafía redonda de las libretas y los libros, y cada cual elegía un personaje en los aires convulsos de la política internacional. Sobre la política española era mejor pasar de puntillas. Los González, los Alas, los Rodríguez, los Caballero, los Álvarez-Buylla, los Bascarán, soportaban el peso de una derrota o una victoria demasiado cercana. Mejor jugar a los bigotes de Stalin y Hitler, o a saludar el paso de la tarde con la mano y la desmayada salud de Roosevelt, o a celebrar la capacidad sentimental de resistencia con el rebolondo buen humor de Churchill. A ver quién llega primero a la puerta de la catedral. Ha ganado Adolfo Hitler. Vamos a encontrar a Franklin Delano Roosevelt, que está escondido en un portal de la calle Cimadevilla. A la pregunta difícil del profesor de religión que conteste sir Winston Churchill, y ese era Angelín, que se llevaba muy bien con el profesor de religión del colegio Fruela, como los alumnos becados suelen llevarse con casi todos los profesores en los colegios de pago. Cuando el profesor, por poner las cosas fáciles, preguntaba con voz condescendiente en la clase: "¿Quién hizo el mundo?", los pupitres se llenaban de manos y de voces que respondían a coro: "Mi padre".
Por mucha devoción y mucha voluntad clerical que reinase en España, una victoria era una victoria y el orgullo de los vencedores rompía las costuras por donde menos se pensara. Churchill levantaba la mano antes de que el cura empezase a gritar y a tragarse sus blasfemias, y en voz baja sugería "Dios", reestableciendo el orden nacional en el aula. Y no se trataba de responder con la seguridad de quien ha visto a Dios, porque por entonces Dios no se le había aparecido aún a Ángel González. En la vida todo se anda, pero todo tiene sus momentos, sus pasos. Eran sólo ganas de quedar bien, de ser prudente, de comportarse como Churchill. Por tradición familiar, tal y como estaban las cosas en el mundo, le hubiera apetecido llamarse Stalin, José o Pepe Stalin. Pero con un hermano fusilado, otro hermano en el exilio, y una madre y una hermana depuradas, quién era el niño temerario capaz de llamarse Stalin en el colegio Fruela de Oviedo. Resultaba más peligroso que olvidarse de Dios por una confusión bienintencionada y paterna. Así que era mejor evitar las coincidencias sospechosas, incluso en los inocentes juegos infantiles.
Tampoco se podía pasar uno al enemigo, ni siquiera de broma. Hitler quedaba descartado por un asunto de dignidad familiar. Angelín, que no sabía que Stalin era un dictador sin alma, desconocía también que Churchill se había lavado sus manos regordetas con un pacto de no intervención durante la guerra, dejando que los alemanes y los italianos crucificasen a la República española.
Arranque de la biografía de Ángel González que Luis García Montero prepara en la actualidad.
Babelia
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