Arrabassada
- El día (ayer) invitaba a salir y a cantar a pleno pulmón el Exultate, jubilate! mozartiano. Mañana fría, transparente y luminosa como un filo tras la noche de lluvias y nevadas. El tiempo, sin dobleces, invitaba a pilotar una avioneta, tal era la seducción que irradiaba el cielo. Pero no siendo uno ni Saint-Exupéry ni, tanto menos, Joan Clos, le quedaba más a mano ensillar la vieja monocilíndrica y emprender la ascensión al firmamento barcelonés, esto es, al Tibidabo, naturalmente por la Arrabassada. Por fortuna, ya nadie plega en esta carretera asediada por los Mossos, hace lustros escenario privilegiado de la afición catalana -vertiente rauxa- por el motor, como la cuesta del Pincio lo era, lo sigue siendo, para los conductores romanos. Algo queda del antiguo esplendor: la comitiva de porsches de época que ayer ganaba la cumbre a uno le hacía soñar, por un momento, en que llevaba a Audrey Hepburn de paquete, con un pañuelo sobre la cabeza, gafas de sol y piernas cruzadas por estribor.
- Pero el objetivo del viaje no era una evocación de Cinecittà cogida por los pelos -lo poco que cuesta, a veces, montarse la película-, sino intentar dar satisfacción a una viejísima obsesión, nunca resuelta: divisar las Baleares desde algún alto de Cataluña. Cuando, de niño, subí al Turó de l'Home, alguien me contó que en determinadas condiciones atmosféricas desde allí se alcanzaba a ver Mallorca. Desde entonces, siempre que me ha parecido que esas condiciones se daban, he trepado a algún monte con el corazón en un puño, pensando que el gran día de exaltación por fin había sonado. Pero no, no era el día de ayer: un perfil de nubes trazado con tiralíneas por encima del mar impedía la visión de largo alcance, ni siquiera con los prismáticos públicos del gran balcón, a un euro los cinco minutos, si llega (tiene razón Solbes, no nos enteramos de lo que vale un peine). No se veía Mallorca, pero sí, perfecto y detallado, el Turó de l'Home. Como una carta devuelta al remitente por falta de franqueo. Decepción.
- Descendía yo ahora trazando suavemente las curvas y escuchando el alegre ronroneo del pistón, cuando se volvió a activar sin previo aviso la parte romana que habita en mí y la montura me condujo, como guiada por una estrella, al Mirablau, al pie del Funicular. La circunstancia inclinaba a pedir un negroni, cuatro partes de ginebra, dos de Campari, una de vermut negro y una espiral de piel de naranja (siete euros, muy rico). Acodado sobre la ciudad, admiraba entonces los aterrizajes y despegues en el aeropuerto de El Prat e imaginaba las poderosas turbinas al máximo rendimiento, gobernadas por experimentados pilotos. Pero no siendo yo ni Saint-Exupéry ni, tanto menos, Joan Clos, me quedé enredado en otro pensamiento, bastante menos épico: a ver qué le decía yo al agente si me hacía soplar de vuelta a casa. No vi Mallorca. A cambio, ningún guardia me vio a mí.
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